Referirse
a la conciencia moral es adentrarse en un tema central de la experiencia y el
pensamiento ético, que abre múltiples perspectivas de reflexión, puesto que en
él convergen prácticamente todas las problemáticas vinculadas al despliegue de
la libertad humana.
Se
trata de un tema de particular relevancia allí donde el hombre se percibe a sí
mismo como sujeto de su propia historia, como aquel que se tiene en sus propias
manos y, en cierto sentido, debe hacerse a sí mismo, mediante la capacidad de
elección y de autodeterminación[1].
Posibilidades éstas que, aunque se reconozcan siempre limitadas y condicionadas
por muchos factores, son altamente valoradas por gran número de nuestros
contemporáneos, como un rasgo característico de nuestro tiempo. Y esto, aun en
medio y a pesar de las graves ambigüedades y contradicciones que al respecto se
han producido y continúan teniendo lugar, como clamorosas paradojas, en el
siglo XX y en lo que va del XXI.
Esto
es así también para el pensamiento católico tal como lo encontramos expresado
en un instancia tan significativa como el Concilio Vaticano II[2],
que en la Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo contemporáneo, se refiere a la conciencia moral dentro de la presentación
sintética de la antropología cristiana en clave personalista y cristocéntrica
en el Capítulo I1, que lleva el significativo título de “La dignidad
de la persona humana”. Esta dignidad del hombre, varón y mujer, encuentra,
según Gaudium et spes (n. 12), su última raíz en el hecho de haber sido
creado “a imagen de Dios” (Gn 1,26; cfr. Sal 8,5-7), afectada,
pero no derogada por el pecado (n. 13), y lo abraza en su totalidad unificada
de cuerpo y espíritu (n. 14). Como manifestaciones típicas de la dignidad de la
persona humana se señalan la búsqueda de la verdad y la sabiduría por medio del
ejercicio de la inteligencia (n. 15), la capacidad de discernir el bien moral
mediante la conciencia (n. 16) y, sobre todo la libertad: “La verdadera
libertad -afirma- es signo eminente de la imagen divina en
el hombre” (n. 17). Frente al misterio de la muerte, que se levanta frente
a él como constante amenaza (n.18), el hombre encuentra la razón última de su
dignidad en la vocación a la comunión con Dios (n. 19). Este Capítulo I
concluye presentando a Jesucristo como Aquel en quien la dignidad humana
resplandece plenamente, puesto que, como “nuevo Adán, en la misma revelación
del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (n. 22).
Dentro
de este contexto, el n.16 de Gaudium et spes nos ofrece, no precisamente
una definición pero sí una descripción de la conciencia moral, que incluye los
siguientes elementos:
a.
La conciencia dice referencia a la interioridad del hombre, tiene una
profundidad y una consistencia propias: es descrita como "núcleo más
secreto y sagrario del hombre".
b.
Se trata, sin embargo, de una interioridad abierta a la comunión, al diálogo
con Dios y con los hermanos.
c.
En esta interioridad dialogal el hombre percibe una ley cuyo autor es Dios y no
el hombre mismo; que tiene su origen en un principio muy simple: "hacer el
bien y evitar el mal".
d.
Ley a la cual el hombre debe obedecer. A su vez, la obediencia a esta ley
afirma la dignidad del hombre, que es dignidad de persona libre.
e.
Esta ley consiste principalmente en el amor, la caridad para con Dios y el
prójimo. Ciertamente no se excluye la ley natural, pero se nombra la ley más
grande, la del amor.
f.
Tiene una dimensión comunitaria, de búsqueda compartida de la verdad y de la
solución a los problemas actuales, en la cual los cristianos están asociados a
todos los hombres.
g.
La conciencia ha de tener la rectitud que le permita apartarse del capricho y
someterse a normas objetivas, lo cual reclama su formación. Sin embargo, no
pierde su dignidad cuando se equivoca invenciblemente; sí, en cambio, cuando se
hace culpable de su error, a causa de la poca diligencia en buscar la verdad o
por ceder al pecado.
Sobre
la base de esta concepción es lógico que se afirme que “la dignidad del
hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es
decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un
ciego impulso interior o de la mera coacción externa” (n. 17). Esto es lo propio del obrar humano y
constituye un preciso deber: el de obrar siempre según la propia conciencia. En
la tradición moral católica es un punto firme: los juicios ciertos de
conciencia se constituyen en la norma próxima del obrar humano, obligan
a la persona a obrar según su dictamen. “La conciencia (...) obliga siempre,
aún cuando se equivoca, aún si contradice de hecho la ley de Dios expresada en
los mandamientos. Santo Tomás añade un ejemplo bien elegido para sacudir a los
cristianos: si alguien pensara que la fe en Cristo es mala, obraría mal si le
ofreciera su adhesión”[3].
Un
aspecto particularmente importante del tema es la formación de la conciencia
moral, que supone la búsqueda incesante de la verdad por parte del hombre. “La
conciencia es exigencia y tensión hacia la verdad. Ser leales con la propia
conciencia es lo mismo que estar en búsqueda de la verdad, dispuestos a adherir
a ella a medida que se la descubre”[4].
La grandeza de la conciencia está en vinculación con la verdad, el bien y el
mal moral, como testigo y no como fuente autónoma[5].
Peregrino de la verdad, radicalmente abierto a un siempre más de sí mismo, en
esta exigencia profunda de ir al encuentro de la verdad que se le ofrece como
exigencia de bien que ha de ser realizado, hace el hombre la experiencia ética,
experiencia de autonomía. Es él quien ha de decidir y obrar en coherencia con
su decisión, como expresión de su condición de persona, de sujeto responsable
de su propio obrar. En el espacio hermenéutico del discernimiento de conciencia
de la persona humana, se encuentran, entran en diálogo, las exigencias de la
norma moral y las que proceden de la situación concreta en que ésta se
encuentra, dando lugar a la exigencia moral concreta a la cual el sujeto ha de
obedecer. Cada día se advierte con mayor lucidez la complejidad de lo que
entraña la problemática de la permanente formación de la conciencia moral,
personal sobre todo, pero también en su vertiente social, absolutamente
indispensable si se quiere avanzar hacia una creciente madurez humana, hacia la
liberación de todo aquello que nos impide ser verdaderamente libres, justos,
solidarios y felices.
Al
deber de obrar siempre según la propia conciencia, le corresponde el derecho
correlativo que consiste en la posibilidad de reclamar ante los demás el verse
libre de toda coacción o impedimento, a fin de obrar de acuerdo con sus
dictámenes. El mismo Concilio Vaticano II en el Decreto sobre la Libertad Religiosa, dirá enfáticamente “que
todos los hombres deben estar libres de coacción (...) de modo que, en materia
religiosa, ni se obligue a nadie a actuar contra su conciencia, ni se le impida
que actúe conforme a ella...” (n. 1). En el mensaje para la Jornada Mundial
de la Paz de 1991, el Papa Juan Pablo se refirió a “la importancia del respeto
a la conciencia de cada persona, como fundamento necesario para la paz en
el mundo”. En ese mensaje decía: “Ninguna autoridad humana tiene el
derecho de intervenir en la conciencia de ningún hombre. Esta es también
testigo de la trascendencia de la persona frente a la sociedad, y, en
cuanto tal, es inviolable. Sin embargo, no es algo absoluto, situado por encima
de la verdad y el error; es mas, su naturaleza íntima implica una relación
con la verdad objetiva, universal e igual para todos, la cual todos pueden
y deben buscar. En esta relación con la verdad objetiva la libertad de
conciencia encuentra su justificación, como condición necesaria para la
búsqueda de la verdad digna del hombre y para la adhesión a la misma, cuando ha
sido adecuadamente conocida. Esto implica, a su vez, que todos deben respetar
la conciencia de cada uno y no tratar de imponer a nadie la propia
"verdad", respetando el derecho de profesarla, y sin despreciar por
ello a quien piensa de modo diverso. La verdad no se impone sino en virtud
de sí misma”[6].
Indudablemente este principio de la libertad de conciencia tiene aplicaciones
en todos los campos de la actividad humana, también en el de las ciencias
biomédicas, a muchos niveles e implica una variedad de problemáticas a
considerar desde la perspectiva bioética.
Integralmente
comprendido, el respeto a la conciencia del sujeto ético, remite, antes que a
su contenido negativo (no violentar la conciencia ajena), a su valencia
positiva como expresión de la exigencia para cada persona del ejercicio
responsable de su libertad. En el caso de los profesionales de la salud, por
ejemplo, significa revalorizar y resignificar la dimensión ética del ejercicio
de la profesión, atentos a los nuevos contextos y desafíos abiertos por el
desarrollo científico tecnológico, pero también por los datos estructurales de
la realidad social, política y económica, los cambios producidos y los que están
en curso.
En
el nivel personal nos lleva a hablar, con E. Pellegrino, del "médico
virtuoso"[7],
es decir reafirmar, junto a la insustituible competencia profesional
estrictamente científica y técnica, el discernimiento constante de las
exigencias éticas, que le otorgan valor y sentido humano a su desempeño. El
servicio a la salud y a la vida de las personas que, en la mejor tradición
hipocrática, dignifica a la medicina, requiere una vigilante atención al bien
que hay que realizar y al mal que hay que evitar, como condición de un
ejercicio auténticamente humano de la medicina. Por lo tanto, como una
actuación ética y no puramente técnica. Desde esta vertiente, el respeto de la
propia conciencia y la conciencia de los demás pone el planteo de la objección
de conciencia, la cual, dentro de ciertos límites razonables, aparece como
salvaguarda jurídica de la dignidad de la persona en el respeto de sus
convicciones éticas, tal como es reconocida hoy ampliamente.
En
el nivel social, quizá la mejor expresión sea el surgimiento de una bioética
auténticamente orientada a preservar el bien del hombre, de todo el hombre y de
todos los hombres, para que al desarrollo sorprendente de las ciencias
acompañe, correlativamente, el de la conciencia moral de la humanidad. Ya hace
unos años, un editorial de la revista Medicina e Morale, firmado por E.
Sgreccia y A. Fiori[8],
advertía acerca de “los intentos cada vez más frecuentes de desnaturalizarla
y de ponerla al servicio de la legalización de cualquier nuevo
"producto" biotecnológico y de la promoción de los intereses
económicos y políticos a él vinculados”. Cuando, en cambio, la bioética
reconoce su función crítica originaria “como centinela que custodia los
límites considerados infranqueables: para salvaguardar la supervivencia misma
de la humanidad (objetivo global de Potter); para promover y defender el
principio, atribuido primariamente a Callahan, según el cual "no todo lo
que es técnicamente posible es también éticamente lícito" (objetivos
aceptados y profundizados por el "Kennedy Institute" de la
"Georgetown University" y por el "Hastings Center") [9]”,
se constituye en espacio abierto al diálogo para el necesario discernimiento
ético. Una bioética a la medida del hombre y de las exigencias de los tiempos
debería caracterizarse por su apasionada y desinteresada búsqueda de la verdad
y bien, al margen de intereses funcionales con pretensiones de
instrumentalizarla.
Dentro
de este marco de preocupaciones algunos se han preguntado si el principio
bioético de autonomía, que tutela el derecho de la persona del paciente a tomar
parte en las decisiones que se refieren a su propia vida y, como tal, sería
expresión del respeto debido a la conciencia ajena, no se ha convertido en
algunas ocasiones en una defensa contra los reclamos de mala praxis o de
intervenciones contrarias al bien del paciente, más que en auténtico
reconocimiento de su protagonismo y medio para que prevalezca la ética en la
práctica médica. Sería terrible que se usara el argumento del respeto a la
decisión de conciencia del otro como un subterfugio para desentendernos de él,
cuando “lo humano del hombre es desvivirse por el otro hombre”[10].
Son
muchos los interrogantes y los planteos conflictivos que se presentan cuando
las exigencias subjetivas de la conciencia de alguien en particular,
contradicen valores objetivos reconocibles como la vida o la salud (como por
ej. el reclamo para sí de una intervención propiamente eutanásica, o el rechazo
de una terapia por razones religiosas). Desde el enfoque de una antropología
cristiana estimamos que es necesario afirmar que el derecho-deber a la vida,
por su carácter más fundamental, precede al derecho-deber de
libertad-responsabilidad, fuente del acto ético. El primer y más fundamental
derecho y deber de todo hombre es el de la vida. Sobre él apoya el ejercicio de
su libertad. En consecuencia, desde esta concepción no es posible argüir a
partir de la autonomía ética del sujeto para justificar el rechazo de terapias
o intervenciones proporcionadas, para negarse a colaborar en los tratamientos
ordinarios y necesarios para la vida y salud, propia y ajena. Cuando claramente
el médico advierte en conciencia la necesidad de obrar en favor de la vida en
peligro del paciente, estimo que prevalece el deber ético de defender y
promover la vida, por sobre el de la conciencia subjetiva del paciente; y la
legislación debería venir en auxilio de estas situaciones. En otras
situaciones, en las cuales no está estrictamente en peligro la vida, el planteo
es diferente. Dice al respecto E. Sgreccia, a quien sigo de cerca en estos
puntos: “Hay que recordar siempre que la vida y la salud están confiadas
prioritariamente a la responsabilidad del paciente y que el médico no tiene
sobre el paciente otros derechos, por encima de aquellos que tiene el propio
paciente respecto de sí mismo. Cuando el médico considerase éticamente
inaceptable las pretensiones o la voluntad del paciente puede, y en ocasiones
debe, deslindar sus propias responsabilidades, invitando al paciente a
reflexionar y a dirigirse a otros hospitales o a otros médicos. Ni la conciencia
del paciente puede sufrir violencia por parte de la del médico, ni la del
médico puede ser forzada por el paciente: ambos son responsables de la vida y
de la salud, en cuanto bien personal y en cuanto bien social”[11].
La
aplicación pormenorizada de las consideraciones precedentes a múltiples y
variadas situaciones concretas, exceden las pretensiones de esta reflexión. La
complejidad de los problemas bioéticos requieren de una constante voluntad de
diálogo, lo más amplio posible, para indagar y discernir las vías de la mayor
humanización posible de la medicina. En el corazón de este compromiso se
encuentra, precisamente, el tema que nos convocó, el tema de la conciencia
moral.
[1] Como bien resume G. PIANNA en
la Introducción a MADINIER, G., La coscienza morale, Elle Di Ci,
Torino 1982, p. 5: “La recuperaciòn de la subjetividad, que constituye un dato
irrenunciable de la cultura moderna..., ha impulsado a la reflexión moral a
concentrar su atención sobre la dimensión subjetiva del obrar humano. Los actos
humanos son cada vez más estudiados en la relación que los vincula con el
misterio de la persona y de su historia. La vida moral aparece así como un todo
inobjetivable, cuyo significado se vuelve comprensible sólo en el cuadro
complexivo del proyecto de autorealización personal”.
[2]Concilio Ecuménico Vaticano II. Constituciones, Decretos,
Declaraciones. Edición
bilingüe, Ed. B.A.C., Madrid 1993.
[3] PINCKAERS, S., L'Evangile et la morale, Ed. Du Cerf, Paris
1990, p. 268.
[4] MAJORANO, S., La coscienza, San Paolo, Milano 1994, p. 110.
[5] Este tema es afrontado por el Papa Juan Pablo II en la Encíclica Veritatis
splendor, del 6 de agosto de 1993,: “De cualquier modo, la dignidad de
la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de las conciencia recta,
se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la
conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente
verdadero” (n. 63).
[6] L'Osservatore Romano (ed. semanal en lengua española) n. 51 (1990) p.
742-743.
[7] Citado por BOCHATEY, A., Bioética y teología moral, Paulinas,
Bs. As. 1994, p. 42.
[8] Medicina e Morale (1995) 9-14.
[9] Ibíd.
[10] LEVINAS, E., citado por SABATO, E. La resistencia, Seix
Barral, p. 69.
[11] SGRECCIA, E., Manuale di bioetica, Vita e Pensiero, Milano 1988,
p. 126.
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