Cuenta la Biblia que el patriarca Jacob se casó con dos hermanas: Lía y Raquel y Jacob amaba más a Raquel. Raquel era estéril. En cambio, Lía pronto comenzó a darle hijos a Jacob. El dolor de la pobre Raquel crecía a medida que aumentaba la fecundidad de Lía. Un día, en el borde de la desesperación, le pidió a su marido que tuviera hijos con su esclava, para que ella pudiera adoptarlos como propios. De este modo, nacieron.
Al ver la actitud de Raquel, también Lía, que tenía una esclava, se la entregó a Jacob para que le diera hijos en adopción. Pero mientras tanto, Lía siguió buscando sus propios embarazos con el patriarca, y logró engendrar dos hijos más. Cuando Raquel ya iba a darse por vencida, sin tener hijos naturales, Dios la curó de su esterilidad y pudo concebir al pequeño José. Más tarde, durante un viaje, Raquel quedó por segunda vez embarazada, esta vez de Benjamín. Pero no alcanzó a conocerlo, pues murió en el parto y así nacieron los 12 hijos de Jacob.
Cierta vez, a causa de una prolongada sequía en Palestina, Jacob se fue con sus hijos y se establecieron en Egipto. Con el tiempo los descendientes de Jacob se multiplicaron y formaron doce tribus. Pero los egipcios los esclavizaron para aprovecharlos como mano de obra barata en sus construcciones. Entonces una noche del año 1250 a.C., bajo las órdenes de un caudillo llamado Moisés, decidieron escapar del país. Cruzaron el Mar Rojo, atravesaron el desierto del Sinaí, y regresaron a Canaán, la Tierra Prometida de la que sus antepasados habían partido cuatro siglos antes.
Pero la encontraron ocupada por un pueblo numeroso: los cananeos, y no tuvieron más remedio que recuperarla militarmente. Los cananeos resultaron totalmente exterminados y la tierra repartida entre las doce tribus. Según la Biblia, entonces, las 12 tribus de Israel bajaron a Egipto, las 12 fueron esclavizadas, las 12 lograron escapar en el éxodo, y las 12 regresaron y conquistaron la Tierra Santa. Pero ¿fue así históricamente? Varios indicios responden más bien que no.
En primer lugar, la misma Biblia afirma en varios lugares que la conquista de Palestina en realidad fue un largo proceso, realizado por tribus individuales, y nunca logrado totalmente. En segundo lugar, la arqueología no ha encontrado hasta ahora ningún indicio cierto que permita atribuir a los israelitas del siglo XIII, fecha en la que llegaron, la destrucción de ciudad alguna. Al contrario, las excavaciones más bien han demostrado que se establecieron pacíficamente, y en zonas donde no había cananeos.
Por eso, los arqueólogos y biblistas han propuesto una nueva hipótesis para explicar la epopeya de la conquista de la Tierra Prometida. Primero, no hubo un solo viaje de los arameos a Egipto sino varios. Desde la época de Abraham, era frecuente este ir y venir entre Palestina y Egipto. El mismo Abraham había estado allí con su esposa Sara. Y sus descendientes siguieron ese ejemplo y visitaron también ellos muchas veces Egipto, en estancias más o menos prolongadas.
La llegada de estos grupos fue un fenómeno que duró varios siglos, y obedeció a distintas causas. Algunos vinieron como comerciantes. Otros se infiltraron en busca de pastos para su ganado. Y muchos llegaron como prisioneros de guerra, pues sabemos que los faraones solían retornar de sus expediciones militares acompañados por miles de cautivos semitas, capturados en las regiones montañosas de Palestina.
Segundo, no hubo un solo éxodo, como dice la Biblia, sino dos. El primero ocurrió alrededor del año 1580 a.C., cuando de Egipto fue expulsado un pueblo semita, llamado los Hiksos. Junto a ellos, fueron también expulsados unos clanes arameos, que más tarde formarían las tribus de Rubén, Simeón, Leví y Judá. A este éxodo los biblistas lo denominan «éxodo-expulsión». Estos clanes arameos expulsados decidieron regresar a Palestina, de donde procedían sus ancestros; y luego de derrotar a las poblaciones locales del sur, tres de ellas se instalaron allí, mientras la tribu de Rubén se ubicaba al este del río Jordán.
Pero no todos los arameos fueron expulsados de Egipto. Muchos se quedaron en el país, y estos fueron esclavizados por los egipcios y sometidos a trabajos forzados. Entonces tres siglos más tarde, por el año 1250 a.C., se produjo un segundo éxodo. Guiados por Moisés, lograron con gran esfuerzo escapar de Egipto. Este éxodo es llamado por los estudiosos «éxodo-huida». No se trató de tribus establecidas, ni mucho menos de un ejército organizado. Esta horda desorganizada fue la que llegó hasta el monte Sinaí, pactó allí una alianza con Yahvé, y prometió adorarlo para siempre. Luego, rodeando el Mar Muerto, llegó a Palestina, de donde habían salido sus antepasados muchos siglos atrás.
Alrededor del año 1030 a.C., las tribus del norte decidieron por primera vez poner un rey al frente de la liga. Y la elección recayó sobre Saúl. Cuando el rey Saúl murió, atravesaron por una gran turbulencia interna. Mientras tanto, en las tribus del sur, eran arameas, y no habían conocido el éxodo con Moisés y comenzó a reinar un hombre de la tribu de Judá, llamado David. Hasta que en el año 1005 a.C., ante la convulsión política, los ancianos pidieron al rey David que aceptara gobernarlas también a ellas. A partir de entonces David reinó sobre todas las tribus, las cuales se consideraron doce (aunque eran más), pues el 12 era un número simbólico que en la mentalidad hebrea significaba «los elegidos por Dios».
Las 12 tribus de Israel supieron, cada una, renunciar a su historia pasada, a su exclusivismo, e integrarse como si fueran verdaderos hermanos, a un tronco familiar más grande: el de los hijos de Jacob. A pesar de sus particularidades e individualidades, se sintieron hermanas y llamadas a un bien común: la lucha por un reino en Palestina, el reino de Dios. Quienes luchan por el nuevo reino de Cristo en la tierra deben, de igual modo, dejar de lado el orgullo de sus individualidades propias, y sumarse a la tarea de hacer entre todos, como hermanos, un mundo nuevo.