I. LA DOCTRINA DE LA
IGLESIA SOBRE LA REGULACION RESPONSABLE DE LA NATALIDAD
1. La familia al
servicio de la vida
En
su Exhortación Postsinodal Familiaris consortio, el Papa Juan Pablo II
indicaba el servicio a la vida como "el cometido fundamental de la
familia" (FC 28). El fundamento de tal afirmación hay que buscarlo
en el designio de Dios creador y en la concepción del hombre que emerge de la
revelación misma: "Dios, con la creación del hombre y la mujer a su
imagen y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama
a una especial participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de
Creador y Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión
del don de la vida humana" (id.).
El
Papa retoma en esto la doctrina que el Vaticano II había expresado
diciendo que "por su índole natural, la institución del matrimonio y el
amor conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación
de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia" (GS 48; cfr.
50); y también: "De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y de
toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de lado
los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar
con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por
medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia" (GS
50). Y Pablo VI en HV afirma que "los esposos, mediante su
recíproca donación personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la
comunión de sus seres en orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para
colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas" (HV
8).
Ciertamente,
el amor conyugal vivido en el matrimonio es una realidad muy rica y compleja,
dentro de la cual se comprende adecuadamente lo que venimos diciendo. El mismo
Pablo VI enumera sus "notas y exigencias características" (en
HV 9): "Amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo
tiempo"; "es un amor total, esto es, una forma singular de amistad
personal, con la cual los esposos comparten generosamente todo";
"es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte"; "es, finalmente,
un amor fecundo que no se agota en la comunión entre los esposos sino que está
destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas" (cita GS 50).
El
amor conyugal, pues, está llamado por su misma índole a ser fecundo: "La fecundidad
es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega
plena y recíproca de los esposos" (FC 28). Una fecundidad que no se reduce
a la procreación, "sino que se enriquece con todos los frutos de la vida
moral, espiritual y sobrenatural" (Id.) que los esposos están llamados a
dar.
2. La transmisión de la
vida: tarea moral.
La
comunicación de la vida y la educación de los hijos es la misión propia, aunque
no la única, de los esposos (GS 50 b), una llamada de Dios que apela al
ejercicio responsable de su libertad y por ello constituye una verdadera tarea
moral. Si, por una parte, el matrimonio está llamado a la fecundidad y los
esposos han de recibir magnánimamente a los hijos como un don, y nunca será
moralmente lícito interrumpir intencionalmente el embarazo, por otra, tienen
el deber de considerar prudentemente el número máximo de hijos que pueden
acoger con amor, atendiendo a diversas circunstancias.
Afortunadamente,
ha crecido la convicción de que los esposos no pueden legítimamente dejar
librado este aspecto tan importante de su vida matrimonial a la pura espontaneidad
del instinto sexual, ni desentenderse de considerarlo atentamente apelando a
una ciega confianza en la Providencia divina. Hay quienes advierten con
claridad que se trata, por el contrario, de un campo en el cual es necesario
que los esposos ejerciten un discernimiento moral ponderado en orden a
ser capaces de tomar decisiones verdaderamente responsables.
Si
una negativa obstinada a la posibilidad de engendrar revela, para la conciencia
cristiana, una actitud egoísta, la posición opuesta de quien no se interroga
acerca de la conveniencia de traer un nuevo ser humano al mundo en tales y
cuales condiciones, es signo de inconsciencia. También en este campo, el
hombre ha de configurar responsablemente su vida conforme a lo que lealmente
descubre como verdad que ha de realizar, exigencia de la misma dignidad
humana.
Si
no se quiere renunciar a lo que mejor expresa la condición del hombre en
cuanto imagen de Dios, es decir, su capacidad de conocer la verdad y de tender
libremente al bien, se impone, pues, el concepto de paternidad responsable.
Es este un concepto amplio y complejo que no se reduce pero incluye la
regulación de los nacimientos, involucrando muchos otros aspectos que van más
allá de la decisión acerca del número de hijos que un matrimonio debe
engendrar.
La
enseñanza de la Iglesia, particularmente la de estos últimos años, ha insistido
en plantear el tema de la regulación de los nacimientos como expresión de una ética
sexual de la responsabilidad, "es decir, de la capacidad y de la
obligación del hombre de responder al Dios vivo, cuyo designio está impreso en
las misma estructuras finalizadas del hombre y de la mujer y de su encuentro
de amor conyugal".
3. Contenido y
criterios de la paternidad responsable.
La
Iglesia ha señalado reiteradamente que el derecho y el deber de decidir acerca
del número de hijos a concebir concierne a cada pareja; el Concilio, después de
indicar que los cónyuges son en lo relativo a la transmisión de la vida
"cooperadores del amor de Dios Creador y como sus intérpretes",
afirmaba: "Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su
misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán ambos, de común acuerdo
y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio
bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discerniendo
las circunstancias de los tiempos y el estado de vida tanto materiales como espirituales
y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la
sociedad temporal y de la propia Iglesia" (GS 50 b).
Pablo
VI, por su parte, considera a la "paternidad responsable" íntimamente
relacionada y como exigida por el mismo amor conyugal. E indica, también,
"la multiplicidad y la organicidad de los elementos que se conjugan
para cualificar como verdaderamente humana y plenamente responsable la
procreación de una nueva vida".
Son, textualmente, los siguientes:
"En relación con los procesos biológicos,
paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la
inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que
forman parte de la persona humana.
"En relación con las tendencias del instinto y
de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio necesario que
sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad.
"En relación con las condiciones físicas,
económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en
práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia
numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de
la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo
indefinido.
"La paternidad responsable comporta sobre todo
una vinculación más profunda con el orden moral objetivo, establecido por
Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable
de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus
propios deberes para con Dios, para consigo mismos, para con la familia y la
sociedad, en una justa escala de valores" (HV 10).
Al
presentar así el múltiple y complejo contenido de la paternidad responsable y
los criterios que ha de tener en cuenta una pareja a la hora de decidir sobre este
asunto, Pablo VI tiene presente lo afirmado por la GS (51): "Cuando se
trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la
vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera
intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios
objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos". En
la transmisión de la vida los cónyuges no son libres de proceder a su antojo
como dueños o árbitros, sino que, más bien, como ministros tienen que sintonizar
con el designio de Dios inscrito en el ser mismo del hombre y la mujer y del
amor conyugal.
4. La norma moral
fundamental
La
norma moral que preside toda la reflexión del Magisterio sobre la vida sexual
matrimonial está expresada en el nº 11 de la HV: «cualquier acto matrimonial
(quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (la
nota 12, puesta al final del párrafo, remite a: Pío XI, Enc. Casti Connubii,
AAS 22 (1930), p. 560; Pío XII, AAS 43 (1951), p. 843).
El
Papa Juan Pablo en la FC (29), subraya la continuidad de la enseñanza
"siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y la
transmisión de la vida humana", y cita textualmente a los Padres del
Sínodo sobre la familia, que declararon: «"Este Sagrado Sínodo...
mantiene firmemente lo que ha sido propuesto en el Concilio Vaticano II (cfr.
GS 50) y después en la Encíclica HV, y en concreto, que el amor conyugal debe
ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nueva vida" (HV, 11 y
cfr 9 y 12)».
5. El fundamento de la
norma
En
el fundamento de esta norma, constantemente reiterada por el Magisterio subrayando
su importancia, es lo que quisiéramos profundizar ahora. Nos ilumina para ello
el nº 12 de la HV, que lo coloca en «la inseparable conexión que Dios ha
querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos
significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado
procreador».
Este
es un texto sumamente importante puesto que contiene la enseñanza fundamental
de la HV, del cual deriva toda la doctrina moral: la indisolubilidad del
aspecto unitivo y del aspecto procreativo de la unión conyugal en el acto
sexual. El texto es muy cuidadoso en sus términos: se trata de una conexión
"inseparable", más precisamente, una conexión "que Dios ha
querido" y "que el hombre no puede romper por propia iniciativa".
5. Una conexión
"que Dios ha querido"
¿Cómo
debe entenderse la inseparabilidad de esta conexión "que Dios mismo ha querido"?
Puesto que no de todos los actos sexuales se sigue una nueva vida, y que
"Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de
fecundidad", se advierte que "la fecundidad efectiva del acto
conyugal no es absoluta sino condicionada".
En relación a esta fecundidad, así "como Dios la ha querido", en su
"sabiduría", es decir, condicionada o periódica, sujeta a
"leyes y ritmos de fecundidad" (HV 11), tiene que entenderse la
"inseparabilidad" de la conexión de los significados.
La
HV "no dice: la unión es o debe ser siempre fecunda, puesto que es
moralmente imposible que lo sea. Dice: cuando la unión normalmente puede
llegar a ser fecunda, entonces no se puede impedir que lo sea. El vínculo entre
la unión sexual y la procreación no está siempre orgánicamente asegurado,
pero cuando periódicamente se da es indisoluble y la contracepción consiste en
destruirlo entonces".
Advirtamos
aquí que la referencia a la naturaleza humana
-que no por humana deja de ser naturaleza- , supone determinadas condiciones biológicas,
pero no se reduce a ellas (biologismo). Se trata del designio de la sabiduría
de Dios que está como impreso en el mismo ser del hombre, en sus estructuras
constitutivas, y que el hombre discierne a la luz de su razón y lo realiza con
libertad responsable. Juan Pablo II ha comentado este texto diciendo que no se
trata de «fidelidad a una impersonal "ley natural" cuanto al
Creador-persona, fuente y Señor del orden que se manifiesta en tal ley»
6. Una conexión
"que el hombre no puede romper por propia iniciativa"
Estas
palabras están afirmando una exigencia ética: la exigencia de que el hombre
asuma consciente y responsablemente la fecundidad conyugal condicionada o
periódica, en orden a la procreación, en el doble sentido, sea de buscarla,
sea de renunciar a ella.
La
inseparabilidad de la conexión entre ambos significados, unitivo y procreativo,
no es, pues, un hecho simplemente biológico: al contrario, en el nivel
biológico ocurre que la conexión no se verifica siempre. Se trata de una
exigencia propiamente moral: el hombre puede
-con posibilidad física-
disociar, separar ambos significados; al hacerlo está contradiciendo
una exigencia de carácter ético. En el fondo, objetivamente se rechaza el
designio de Dios creador. El hombre se comporta entonces no como
"ministro" fiel, sino como "dueño" absoluto.
7. Diferencia esencial
entre contracepción y regulación natural
Lo
dicho nos ayuda a comprender "la diferencia esencial" que existe
entre el recurso a los períodos naturales y el recurso a la contracepción. Es
lícito a los cónyuges entrar en los espacios de infecundidad responsablemente
(por motivos razonables); no hacen otra cosa sino insertarse en el designio
del Creador. En cambio, es distinto, el caso de la contracepción: ésta, por
iniciativa del hombre, fuera de y contra el designio divino,
"disocia" los dos significados del acto conyugal y excluye en forma
unilateral y directa el significado procreativo. Es verdad que el hombre es
señor de lo creado y ha de dominar la naturaleza, pero lo es con una
"señoría" de creatura y, por tanto, en relación de obediencia al
designio del Creador. La sexualidad humana, además, si no es considerada
reductivamente como un puro dato biofisiológico, sino como un valor de la
persona en todas sus dimensiones, se coloca no en la línea del
"tener", sino en la del "ser". De ahí que sea ilícito un dominio,
en sentido propio, de la persona sobre la persona. Al respecto, Juan Pablo II
ha distinguido entre "dominio" (HV 2) y "señorío de sí
mismo" (HV 21; cfr. nº 13) en la HV.
8. Razón de la conexión
inseparable
Hemos
insistido en la conexión inseparable "que Dios ha querido" y
"que el hombre no puede romper" entre "los dos significados
del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreativo"
(HV 12). ¿Cuál es la razón de esta conexión?
En
una alocución (22.08.84) Juan Pablo II decía: "En el acto conyugal no es
lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado
procreativo, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal:
uno se realiza junto al otro y en cierto modo uno mediante el otro".
¿Cuál
es la verdad del acto conyugal? Es la revelación y la realización "propia
y exclusiva" del amor conyugal.
Entonces
¿cuál es la verdad del amor conyugal? Consiste en la donación, puesto que la
persona humana se realiza al donarse a los demás; en este caso, se trata de una
donación específicamente conyugal, que tiene ciertas características propias:
donación recíproca; donación personal y total: el contenido del don recíproco
no son cosas que los cónyuges tienen, sino las personas que los cónyuges son
("de persona a persona"... "abraza el bien de toda la
persona", GS 49). Y una donación total, que implica todo el ser personal
de cada cónyuge.
Pasando
del amor conyugal al acto conyugal, el Papa enseña que en él "los esposos
son llamados a hacer de sí mismos donación el uno al otro: nada de lo que
constituye su ser persona puede ser excluido de esta donación" (17.09.83).
Una donación personal y por ello, total, que se expresa en y a través de la
corporeidad, incluyendo la capacidad procreativa. Eliminarla por propia
decisión significa reducir o deformar la donación, que ya no es total, y por
tanto no es ya plenamente personal. "El acto contraceptivo introduce
una sustancial limitación dentro de esta recíproca donación y expresa un
objetivo rechazo a donar al otro, respectivamente, todo el bien de la femineidad
o de la masculinidad" (Juan Pablo II, 17.09.83).
La
donación intra-conyugal, en la cual los esposos alcanzan el máximo de intimidad,
se hace donación trans-conyugal abriéndolos a la realidad o a la posibilidad,
por su capacidad procreativa, de generar una nueva vida. La donación mutua de
los esposos entre sí se abre y se trasciende a la donación de los cónyuges al
hijo.
Por
eso, afirma la FC (nº 14): «En su realidad más profunda, el amor es esencialmente
don y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco
"conocimiento" que les hace "una sola carne", no se agota
dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por
la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva
persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan
más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su amor, signo
permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e inseparable del padre y de
la madre».
II. LA PEDAGOGIA DE LA IGLESIA EN LA
PROPOSICION DE SU ENSEÑANZA Y EL ACOMPAÑAMIENTO PASTORAL DE LOS MATRIMONIOS.
1. Armonizar
adecuadamente la verdad y la comprensión
Desde
el punto de vista pastoral, tanto la HV como la FC han reconocido las diversas
dificultades que pueden presentarse a los cónyuges, teórica como prácticamente,
para aceptar y vivir la enseñanza sobre la paternidad responsable. Y ambas han
subrayado la necesidad de que la Iglesia se muestre siempre al mismo tiempo
Maestra y Madre, insistiendo en que ambos aspectos de su solicitud pastoral
están estrechamente unidos: la afirmación de la verdad, por un lado, y una
gran comprensión para con los hombres que intentan vivir esa verdad: "La
Iglesia, efectivamente, no puede tener otra actitud para con los hombres que
la del Redentor: conoce su debilidad, tiene compasión de las muchedumbres,
acoge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que en realidad
es la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida por
el Espíritu de Dios (Rm 8)" (HV 19). Las dificultades que surjan tendrán
que ser resueltas sin falsificar ni comprometer jamás la verdad.
La
razón de fondo es que "no puede haber verdadera contradicción entre la
ley divina de la transmisión de la vida y la de favorecer el auténtico amor
conyugal" (FC 33).
Por
eso, al referirse a la tarea que nos cabe a los sacerdotes, tanto la HV como
la FC, asignan gran importancia pastoral a la unidad de juicios morales y
pastorales, e invitan a que cada sacerdote intente realizar una síntesis
armoniosa entre la presentación de la doctrina y la misericordia que se
expresa en la paciencia y la bondad. Hay que presentar la enseñanza de la
Iglesia, pero no basta; es necesario, también, atender a quién y en cuáles
circunstancias nos dirigimos.
En
realidad, toda la comunidad eclesial tendría que "preocuparse por
suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la
paternidad y la maternidad de modo verdaderamente responsable" (FC 58),
concretamente: profundización de los estudios científicos; contribuir a que
se conozcan, se estimen y se apliquen los métodos naturales de regulación de
la fertilidad.
2. La educación de la
conciencia para un verdadero discernimiento prudente
-
Frente a la problemática de la regulación de la fertilidad es indispensable una
buena educación de la conciencia de los esposos, a fin de que lleguen a alcanzar
un criterio moral integral y una actitud adecuada en esta materia, lo cual
implica:
a. una conciencia formada, buena, que les permita
formular juicios rectos, teniendo en cuenta los valores objetivos dispuestos
por Dios y la enseñanza de la Iglesia (GS 50; HV 10). Esto supone la aceptación
de la norma moral fundamental, como posible de ser actuada en la vida de los
cónyuges con su esfuerzo y contando con la gracia de Dios.
b. un discernimiento atento a los diversos bienes,
considerados prácticamente con todas sus circunstancias (propios, de los
hijos, de la comunidad).
c. conocimiento y respeto de los procesos
biológicos, de manera que cada acto sexual quede abierto naturalmente a la
transmisión de la vida (FC 33).
d. una justa ascesis es necesaria a los cónyuges
para ejercer el necesario autocontrol o dominio de sí, y la práctica de las
virtudes (generosidad, espíritu de sacrificio, capacidad de diálogo,
responsabilidad, etc.) (GS 50-51; HV 21-22). No se da verdadera procreación
responsable fuera de la virtud de la castidad conyugal.
e. confianza filial de los cónyuges en Dios y en su
gracia; el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos.
3. El sacramento de la reconciliación
En
la administración del sacramento de la penitencia a personas casadas[5],
los sacerdotes han de tener en cuenta:
-
No concentrar la atención unilateralmente en el problema de la regulación de
los nacimientos, sino más bien atender a los múltiples aspectos que conforman
la vocación matrimonial: la actuación del mandamiento del amor de Dios y del
prójimo.
.
Dentro de este marco, en algunos casos será oportuno decir una palabra clarificadora
o hacer alguna advertencia sobre el tema.
-
No hay deber de interrogar a todos los cónyuges que no se expresan sobre este
punto. Se debe prestar fe al penitente; cuando no confiesa un pecado, debe
retener que no lo ha cometido (según una directiva del Santo Oficio del
16.05.43, el confesor no debe preguntar cuando no existe una sospecha positiva
y sólida de una confesión incompleta; precisamente, en el 6º mandamiento, el
confesor debe comportarse de forma muy prudente y reservada).
.
En algunos casos, puede ser necesario hacer alguna pregunta (p. e., a quien
después de muchos años se confiesa y no dice nada sobre su matrimonio, pero en
el orden justo).
-
Debido a la diversidad de opiniones expresadas por los teólogos sobre este tema,
puede ser que algunos fieles sostengan de buena fe una opinión contraria a la
enseñanza de la Iglesia y vivan según ella. El confesor puede respetarla, pero
ha de hacerles ver que la doctrina de la Iglesia es otra e invitarlos a
permanecer abiertos a la verdad.
-
Pueden darse casos de verdadera violencia moral, en los cuales un cónyuge (generalmente
la mujer), aún queriendo observar la ley moral, es obligado por el otro a
engendrar irresponsablemente, o no puede impedir que el otro se desentienda de
toda preocupación moral y utilice medios contraceptivos.
En
el primer caso, la mujer puede lícitamente protegerse contra la concepción
utilizando los medios menos nocivos (es una aplicación del principio de
totalidad, según el cual el hombre puede defenderse contra la amenaza de un
grave daño para la propia persona). Está fuera de lo que prohíbe la HV, que se
refiere al recurso a la esterilización directa o a los medios contraceptivos
en la realización de un acto libremente querido.
En
el segundo, quien consiente, bajo la presión del miedo y de la constricción (p.
e., el caso de un marido que groseramente hace imposible la vida a la mujer
que se niega a actuar contra la ley moral, o la priva del dinero necesario para
vivir), a un acto en el cual el otro cónyuge usa métodos contraceptivos, hay
que reconocer una disminución, o incluso la falta completa, de la libertad de
decisión, y por tanto disminuye o desaparece la responsabilidad moral.
-
Sólo muy raramente puede haber un motivo que justifique negar la absolución a
los penitentes que faltan contra la castidad matrimonial.
.
Debe ser negada a quienes se cierran a una nueva vida, sólo por espíritu de
comodidad, practican continuamente la contracepción y no muestran ninguna
voluntad de reconocer y seguir la ley de Dios.
.
En cambio, debe mostrarse mucha comprensión y ayudar en lo posible a quienes,
encontrándose en grave situación económica, de salud o de otro tipo, y viven
en graves tensiones psíquicas, dificultan o impiden la concepción de una nueva
vida. Aún cuando cedan frecuentemente por la debilidad humana (cfr. HV 29)
UN APORTE PARA LA
REFLEXIÓN
16. La opción por el valor
preferente
Si existe, por tanto, la
obligación de no tener más hijos, pues lo contrario sería un mal; si la
manifestación del cariño a través de la entrega corporal parece necesaria o
conveniente en orden a conseguir una comunión y cercanía más profunda y evitar
la crisis de una convivencia que se desmorona; y si la abstinencia, en tales
circunstancias, provocara otra serie de males que irían contra las obligaciones
primarias de los cónyuges, no cabe otra salida que el empleo de los
anticonceptivos, cuya utilización el Papa nos recuerda que es también un mal.
Es decir, nos encontramos ante una triple exigencia incompatible, en teoría,
pues ninguna de ellas respeta todos los valores que deberían salvaguardarse: la
paternidad responsable, el cariño conyugal y la doctrina pontificia. Buscar
cualquiera de ellos llevaría, por hipótesis, al incumplimiento de alguno de los
restantes. La pareja que, en estas circunstancias, optara por uno de esos tres
males con la conciencia y la honradez de que es el de menor importancia, el
menos grave para ella, no podría ser acusada de pecado. Entre las diversas
posibilidades negativas ha escogido aquella que considera mejor. Aunque su
opción suponga no tener en cuenta algún valor en concreto, lo hace buscando
precisamente el mayor bien posible, aquél que considera de mayor trascendencia,
como una obligación más urgente.
Con ello no se pretende
justificar ninguna conducta. El matrimonio puede tener conciencia de su
limitación y vivir ilusionado a la espera de que tales circunstancias cambien y
posibiliten el cumplimiento de todos los valores, pero por el momento no
resulta factible este ideal. Deseando aspirar a lo mejor, evitan en estas
situaciones difíciles lo que les parece más negativo desde el punto de vista
ético. Por ello, varias Conferencias episcopales no tuvieron reparo en afirmar
que, desde el momento que eligen honradamente el camino que estiman mejor,
nadie podrá calificar esta conducta como pecaminosa.
Que esto sea verdad no
significa que el mayor bien posible tenga que ser siempre el empleo de los
anticonceptivos. Cualquiera de las otras posibilidades, a pesar de sus propias
limitaciones, podría constituir una elección válida de acuerdo con los
principios enunciados. El nacimiento de un nuevo hijo o la aceptación de una
mayor abstinencia, aunque trajera algunas consecuencias negativas, podrían
considerarse también como de menor importancia. Se requiere, pues, un esfuerzo
sincero para que la decisión no brote del propio interés o comodidad, sino que
esté motivada y sirva para la conservación del valor más preferente.
Sin esta honradez
sobrenatural no tiene sentido la conducta posterior. No será difícil que
algunos quieran encontrar por aquí una justificación al egoísmo personal,
optando por lo que resulta más cómodo. Pero este peligro no elimina el que
otros descubran por ese camino la solución cristiana a un problema que juzgan
como el único obstáculo para un encuentro sincero con Dios.
La sociedad española, en
concreto, debería hacer una seria reflexión, pues sigue siendo el país europeo
con un índice menor de natalidad, junto con Italia, cuando hace sólo 20 años
estaba a la cabeza de los demás. Tampoco las previsiones para el futuro son demasiado
optimistas, ya que es, al mismo tiempo, el que menos hijos desearía tener.
Aunque la paternidad fuera responsable, no la podemos adjetivar como generosa.
Y cuando esta generosidad está ausente es muy fácil que tampoco sea del todo
responsable.
18. Las intervenciones de
Juan Pablo II
Para nadie es un secreto
que Juan Pablo II ha ido repitiendo por todas partes, de una manera constante,
la validez y vigencia de la doctrina tradicional sobre éste punto: la objetiva
inmoralidad de los métodos artificiales para regular los nacimientos. En todo
su Magisterio la condena ha sido explícita y reiterada, sin ningún asomo de
duda o vacilación. Su pensamiento lo ha expresado, con una fuerza mayor aun, en
algunos de sus más recientes discursos y documentos, donde negaba la
posibilidad de un conflicto de valores, tal y como lo hemos explicado. La
encíclica Veritatis splendor, al
condenar una ética teleológica -que descubre la moralidad de una acción
teniendo en cuenta su naturaleza y las circunstancias o consecuencias que la
acompañan-, supondría también la condena de esta misma orientación.
No hay que olvidar, sin
embargo, que hasta en la moral más clásica y tradicional se aceptaban como
lícitas, en la práctica, conductas que, en teoría, deberían condenarse de acuerdo
con la naturaleza de la acción. Nadie puede tirarse al vacío desde un
rascacielos, matar a un niño inocente, contestar con una mentira, colaborar a
un acto anticonceptivo, o incendiar una casa para inmolarse los que se
encuentran dentro, por citar sólo algunos de los muchos ejemplos. Pero si ese
mismo gesto se da en algunas circunstancias o provoca mayores males, su
valoración ética sería diferente. Cuando se pretende evitar una violación,
impedir que el criminal huya, ocultar lo que puede poner en peligro a otros,
eludir el adulterio del cónyuge, o escaparse de los enemigos, se daban como
lícitos tales comportamientos. En caso de perplejidad, cuando algunos valores
éticos entran en conflicto, como en los casos propuestos, la norma dictada por
los moralistas era que elija cada uno el mal que le parezca menor. Hasta en el
principio de doble efecto, donde siempre se tolera la existencia de un mal, se
requería una razón proporcionada, que exigía analizar las ventajas y los
inconvenientes de una acción determinada para la formación del juicio recto.
La doctrina oficial de la
Iglesia, confirmada por la Humanae vitae
y por el Magisterio posterior, enseña la malicia objetiva e intrínseca de la
anticoncepción. Aceptar este carácter impide que pueda catalogarse como buena
en cualquier circunstancia y por muy digno que sea el fin pretendido. Cuando se
habla del conflicto de valores, nadie pretende justificar esa acción que sigue
constituyendo un verdadero mal. El problema radica en que si se quiere evitarlo
a toda costa, otros males peores podrían acontecer, como veíamos con
anterioridad.
Comprendo que no todos
estén de acuerdo con algunas de estas explicaciones, como respeto a los que
piensan de otra manera, pero tal disconformidad no significa que sean
inaceptables como normas orientadoras. No es una opinión particular que no
tendría ningún peso. El mismo Magisterio de la Iglesia, a través de las
declaraciones efectuadas por los episcopados, ha querido interpretar la
doctrina de la Humanae vitae para sus
aplicaciones pastorales. Sería muy duro y un desprestigio para la autoridad de
los obispos decir que se han equivocado e inducido a error a sus fieles.
Supongo, además, que nadie
mejor que Pablo VI supo y defendió el contenido de la encíclica que había
escrito, lo mismo que los colaboradores que ayudaron, de una u otra forma, a su
redacción. Pues bien, el mismo Papa, en un discurso pocos días después de ser
publicada, recordó que "no faltan ya y no faltarán publicaciones en torno
a la encíclica, a disposición de cuantos se interesan por el mismo tema".
En nota citaba expresamente a G. Martelet, como un buen intérprete de su
doctrina pues había sido uno de los redactores finales de la misma y el gran
inspirador de la declaración hecha por el episcopado francés. En el comentario
a la Humanae vitae, este autor la
explicaba de la siguiente manera:
"Pero en determinadas
situaciones históricas y concretas, una práctica contraceptiva más o menos
prolongada puede, de hecho, ser considerada por algunos cristianos como un mal
menos grave que el peligro que representaría para ellos una nueva maternidad
[...]. La cuestión es, entonces, la siguiente: la encíclica, al denunciar en la
contracepción la existencia de un desorden objetivo del amor, ¿condena, por
ello mismo, a los esposos que recurren a tal desorden porque en su situación
particular les parece un mal menor? A esta pregunta debemos contestar
decididamente que no por la sencilla razón de que la encíclica no puede querer
hacer lo contrario de lo que la Iglesia debe hacer en general [...]. En las
situaciones de hecho muchas veces complicadas que viven los cónyuges, la
elección no ya de lo mejor, ni siquiera de lo bueno, sino simplemente de lo
menos malo, constituye, en efecto, el verdadero camino para la
conciencia."
Aceptamos, por tanto, la Humanae vitae con un sentimiento de
obediencia filial hacia el Magisterio de la Iglesia, pero la admisión de su
doctrina no puede cerrar las puertas que ella misma deja abiertas, ni excluye
otros principios de interpretación de la moral, que le son también aplicables.
Aunque no todos los acepten, deben gozar de la suficiente garantía y fundamento
para su aplicación en la praxis cristiana.
(López Azpitarte, E. (2001). Amor, sexualidad y matrimonio. Buenos
Aires: San Benito. Págs. 195-199).