miércoles, 30 de enero de 2019

La transmisión responsable de la vida


I. LA DOCTRINA DE LA IGLESIA SOBRE LA REGULACION RESPONSABLE DE LA NATALI­DAD

1. La familia al servicio de la vida

En su Exhortación Postsinodal Familiaris consortio, el Papa Juan Pablo II indica­ba el servicio a la vida como "el cometido fundamental de la familia" (FC 28). El fun­damento de tal afirma­ción hay que buscarlo en el designio de Dios creador y en la con­cepción del hombre que emerge de la revela­ción misma: "Dios, con la creación del hombre y la mujer a su imagen y semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una especial participa­ción en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre, mediante su coopera­ción libre y responsable en la transmisión del don de la vida humana" (id.). 

El Papa retoma en esto la doctrina que el Vaticano II había expre­sado diciendo que "por su índole natural, la institución del matrimo­nio y el amor conyugal están or­denados por sí mismos a la pro­creación y a la educación de la prole, con las que se ciñen como con su corona propia" (GS 48; cfr. 50); y también: "De aquí que el cultivo auténtico del amor conyugal y de toda la estructu­ra de la vida familiar que de él deri­va, sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente a su propia familia" (GS 50). Y Pa­blo VI en HV afirma que "los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusi­va de ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo per­fecciona­miento personal, para colaborar con Dios en la generación y en la educación de nuevas vidas" (HV 8).

Ciertamente, el amor conyugal vivido en el matrimonio es una reali­dad muy rica y compleja, dentro de la cual se comprende adecuada­mente lo que venimos diciendo. El mis­mo Pablo VI enumera sus "notas y exigencias caracte­rísticas" (en HV 9): "Amor plena­men­te humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo"; "es un amor total, esto es, una forma singular de amistad perso­nal, con la cual los esposos comparten genero­samente todo"; "es un amor fiel y exclusivo hasta la muerte"; "es, fi­nalmente, un amor fecundo que no se agota en la comunión entre los espo­sos sino que está destinado a pro­longarse suscitando nuevas vidas" (cita GS 50).

El amor conyugal, pues, está llamado por su misma índole a ser fe­cundo: "La fe­cundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el tes­timonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos" (FC 28). Una fecundidad que no se reduce a la pro­creación, "sino que se enriquece con todos los frutos de la vida moral, espiritual y sobrenatural" (Id.) que los esposos están llamados a dar.

2. La transmisión de la vida: tarea moral.

La comunicación de la vida y la educación de los hijos es la misión propia, aun­que no la única, de los esposos (GS 50 b), una llamada de Dios que apela al ejercicio responsable de su libertad y por ello cons­tituye una verdadera tarea moral. Si, por una parte, el matrimonio está llamado a la fecundidad y los esposos han de recibir magnáni­mamente a los hijos como un don, y nunca será moralmente lícito interrumpir inten­cio­nalmente el embarazo, por otra, tienen el deber de considerar pruden­temente el número máximo de hijos que pueden acoger con amor, atendiendo a diversas circunstancias.


Afortunadamente, ha crecido la convicción de que los esposos no pueden legítima­mente dejar librado este aspecto tan importante de su vida matrimonial a la pura espon­taneidad del instinto sexual, ni desen­tenderse de considerarlo atentamente apelando a una ciega confianza en la Providencia divina. Hay quienes advier­ten con claridad que se trata, por el contrario, de un campo en el cual es necesario que los esposos ejerciten un discernimiento moral ponderado en orden a ser capaces de tomar decisiones verdadera­mente responsa­bles.

Si una negativa obstinada a la posibilidad de engendrar revela, para la concien­cia cristiana, una actitud egoísta, la posición opuesta de quien no se interroga acerca de la conve­niencia de traer un nuevo ser humano al mundo en tales y cuales condiciones, es signo de inconscien­cia. También en este campo, el hombre ha de configurar responsa­blemente su vida conforme a lo que lealmen­te descubre como verdad que ha de rea­lizar, exigencia de la misma dignidad humana.

Si no se quiere renunciar a lo que mejor expresa la condi­ción del hombre en cuanto ima­gen de Dios, es decir, su capacidad de conocer la verdad y de tender libremente al bien, se impone, pues, el concepto de paternidad responsable. Es este un concepto am­plio y complejo que no se reduce pero incluye la regulación de los nacimientos, involu­crando muchos otros as­pectos que van más allá de la decisión acerca del número de hijos que un matri­monio debe engendrar.

La enseñanza de la Iglesia, particularmente la de estos últimos años, ha insisti­do en plantear el tema de la regulación de los nacimien­tos como expresión de una ética sexual de la responsabi­lidad, "es decir, de la capaci­dad y de la obligación del hombre de responder al Dios vivo, cuyo designio está impreso en las misma estructuras finali­zadas del hom­bre y de la mujer y de su encuentro de amor conyugal".

3. Contenido y criterios de la paternidad responsable.

La Iglesia ha señalado reiteradamente que el derecho y el deber de decidir acerca del número de hijos a concebir concierne a cada pareja; el Concilio, después de indicar que los cónyuges son en lo relativo a la transmi­sión de la vida "coope­radores del amor de Dios Creador y como sus intérpre­tes", afirmaba: "Por eso, con responsabilidad humana y cristiana cumplirán su misión y con dócil reverencia hacia Dios se esforzarán am­bos, de común acuerdo y común esfuerzo, por formarse un juicio recto, atendiendo tanto a su propio bien personal como al bien de los hijos, ya nacidos o todavía por venir, discer­niendo las circunstancias de los tiempos y el estado de vida tanto materiales como es­pirituales y, final­mente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la socie­dad temporal y de la propia Iglesia" (GS 50 b).

Pablo VI, por su parte, considera a la "paternidad responsa­ble" íntima­mente rela­cionada y como exigida por el mismo amor conyugal. E indica, también, "la multipli­cidad y la organicidad de los elementos que se conjugan para cualificar como verdadera­mente humana y plenamente res­ponsable la procreación de una nueva vida". Son, textualmente, los si­guientes:

"En relación con los procesos biológicos, paternidad respon­sable significa conoci­miento y respeto de sus funcio­nes; la inteli­gencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológi­cas que forman parte de la persona humana.

"En relación con las tendencias del instinto y de las pasio­nes, la paterni­dad respon­sable comporta el dominio necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la volun­tad.

"En relación con las condiciones físicas, económicas, psicoló­gicas y socia­les, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la delibera­ción ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, toma­da por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo naci­miento durante al­gún tiempo o por tiempo indefinido.

"La paternidad responsable comporta sobre todo una vincula­ción más profunda con el orden moral objetivo, esta­blecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta concien­cia. El ejercicio responsa­ble de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consi­go mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa escala de valores" (HV 10).

Al presentar así el múltiple y complejo contenido de la paternidad responsable y los criterios que ha de tener en cuenta una pareja a la hora de decidir sobre este asunto, Pablo VI tiene presente lo afirmado por la GS (51): "Cuando se trata, pues, de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos tomados de la natura­leza de la per­sona y de sus actos". En la transmisión de la vida los cónyuges no son libres de proce­der a su antojo como dueños o árbitros, sino que, más bien, como ministros tienen que sintonizar con el designio de Dios inscrito en el ser mismo del hombre y la mujer y del amor conyugal.

4. La norma moral fundamental

La norma moral que preside toda la reflexión del Magisterio sobre la vida sexual matrimonial está expresada en el nº 11 de la HV: «cual­quier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de la vida» (la nota 12, puesta al final del párrafo, remite a: Pío XI, Enc. Casti Connu­bii, AAS 22 (1930), p. 560; Pío XII, AAS 43 (1951), p. 843).

El Papa Juan Pablo en la FC (29), subraya la continuidad de la en­señanza "siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimo­nio y la transmisión de la vida humana", y cita tex­tualmente a los Pa­dres del Sínodo sobre la familia, que declara­ron: «"Este Sagrado Síno­do... mantiene firmemente lo que ha sido propuesto en el Concilio Vati­cano II (cfr. GS 50) y después en la Encíclica HV, y en concreto, que el amor con­yugal debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nue­va vida" (HV, 11 y cfr 9 y 12)».

5. El fundamento de la norma

En el fundamento de esta norma, constantemente reiterada por el Magiste­rio subra­yando su importancia, es lo que quisiéra­mos profundizar ahora. Nos ilumina para ello el nº 12 de la HV, que lo coloca en «la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto con­yugal: el significado unitivo y el significa­do procreador».

Este es un texto sumamente importante puesto que contiene la ense­ñanza fundamen­tal de la HV, del cual deriva toda la doctrina moral: la indisolubili­dad del aspecto unitivo y del aspecto procreativo de la unión conyugal en el acto sexual. El texto es muy cuidadoso en sus tér­minos: se trata de una conexión "insepa­rable", más precisamen­te, una conexión "que Dios ha querido" y "que el hombre no puede romper por pro­pia ini­ciativa".

5. Una conexión "que Dios ha querido"

¿Cómo debe entenderse la inseparabilidad de esta conexión "que Dios mismo ha que­rido"? Puesto que no de todos los actos sexuales se sigue una nueva vida, y que "Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad", se advierte que "la fecundidad efectiva del acto conyugal no es absoluta sino condicionada". En relación a esta fecundidad, así "como Dios la ha querido", en su "sabiduría", es decir, condi­cionada o periódi­ca, sujeta a "leyes y ritmos de fecundi­dad" (HV 11), tiene que enten­derse la "inseparabi­lidad" de la cone­xión de los significa­dos.

La HV "no dice: la unión es o debe ser siempre fecunda, puesto que es moralmente imposi­ble que lo sea. Dice: cuando la unión normalmente puede llegar a ser fecunda, entonces no se puede impedir que lo sea. El vínculo entre la unión sexual y la procrea­ción no está siempre orgánica­mente asegura­do, pero cuando periódicamente se da es indi­soluble y la contracepción consiste en destruirlo entonces".

Advirtamos aquí que la referencia a la naturaleza humana  -que no por humana deja de ser naturaleza-  , supone determinadas condiciones biológicas, pero no se reduce a ellas (biologismo). Se trata del desig­nio de la sabiduría de Dios que está como impreso en el mismo ser del hombre, en sus estructuras constitu­tivas, y que el hombre discierne a la luz de su razón y lo realiza con libertad responsable. Juan Pablo II ha comenta­do este texto diciendo que no se trata de «fidelidad a una imper­so­nal "ley natural" cuanto al Creador-persona, fuente y Señor del orden que se manifiesta en tal ley»

6. Una conexión "que el hombre no puede romper por propia inicia­tiva"

Estas palabras están afirmando una exigencia ética: la exigencia de que el hombre asuma consciente y responsablemente la fecundidad conyugal condicio­nada o periódica, en orden a la procreación, en el doble senti­do, sea de buscarla, sea de renun­ciar a ella.

La inseparabilidad de la conexión entre ambos significados, unitivo y procreativo, no es, pues, un hecho simplemente biológi­co: al contrario, en el nivel biológico ocurre que la conexión no se verifica siempre. Se trata de una exigencia propiamente moral: el hombre puede  -con posibi­lidad física-  disociar, separar ambos significados; al hacer­lo está contradiciendo una exigencia de carácter ético. En el fondo, objetiva­mente se rechaza el designio de Dios creador. El hombre se comporta en­tonces no como "ministro" fiel, sino como "dueño" absoluto.

7. Diferencia esencial entre contracepción y regulación natural

Lo dicho nos ayuda a comprender "la diferencia esencial" que existe entre el re­curso a los períodos naturales y el recurso a la contracep­ción. Es lícito a los cónyu­ges entrar en los espacios de infecundidad responsablemente (por motivos razona­bles); no hacen otra cosa sino in­sertarse en el designio del Creador. En cambio, es distinto, el caso de la contracepción: ésta, por iniciativa del hombre, fuera de y contra el de­signio divino, "disocia" los dos significados del acto conyugal y ex­cluye en forma uni­lateral y directa el significado procreativo. Es verdad que el hombre es señor de lo creado y ha de dominar la naturaleza, pero lo es con una "señoría" de creatura y, por tanto, en relación de obediencia al designio del Creador. La sexualidad humana, además, si no es considerada reductivamente como un puro dato biofisio­lógico, sino como un valor de la persona en todas sus dimensiones, se coloca no en la línea del "tener", sino en la del "ser". De ahí que sea ilícito un do­minio, en sentido propio, de la persona sobre la persona. Al respecto, Juan Pablo II ha distin­guido entre "dominio" (HV 2) y "se­ñorío de sí mismo" (HV 21; cfr. nº 13) en la HV.

8. Razón de la conexión inseparable

Hemos insistido en la conexión inseparable "que Dios ha querido" y "que el hombre no puede romper" entre "los dos signi­fi­cados del acto conyugal: el significado unitivo y el significa­do procreativo" (HV 12). ¿Cuál es la razón de esta conexión?

En una alocución (22.08.84) Juan Pablo II decía: "En el acto conyu­gal no es líci­to separar artificialmente el significado unitivo del sig­nificado procreativo, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyu­gal: uno se realiza junto al otro y en cierto modo uno mediante el otro".

¿Cuál es la verdad del acto conyugal? Es la revelación y la reali­zación "propia y exclusiva" del amor conyugal.

Entonces ¿cuál es la verdad del amor conyugal? Consiste en la dona­ción, puesto que la persona humana se realiza al donarse a los demás; en este caso, se trata de una donación específi­camente conyugal, que tiene ciertas caracte­rísticas propias: donación re­cíproca; donación personal y total: el contenido del don recípro­co no son cosas que los cónyuges tie­nen, sino las personas que los cónyuges son ("de persona a persona"... "abraza el bien de toda la persona", GS 49). Y una donación total, que implica todo el ser personal de cada cónyuge.

Pasando del amor conyugal al acto conyugal, el Papa enseña que en él "los esposos son llamados a hacer de sí mismos donación el uno al otro: nada de lo que constituye su ser persona puede ser excluido de esta donación" (17.09.83). Una donación personal y por ello, total, que se expresa en y a través de la corporei­dad, incluyendo la capaci­dad pro­creativa. Eliminarla por propia decisión significa reducir o deformar la dona­ción, que ya no es total, y por tanto no es ya plenamen­te perso­nal. "El acto contra­cep­tivo introduce una sustancial limitación dentro de esta recí­proca donación y ex­presa un objetivo rechazo a donar al otro, respecti­vamente, todo el bien de la feminei­dad o de la masculini­dad" (Juan Pablo II, 17.09.83).

La donación intra-conyugal, en la cual los esposos alcanzan el má­ximo de intimi­dad, se hace donación trans-conyugal abriéndo­los a la rea­lidad o a la posibili­dad, por su capacidad procreati­va, de generar una nueva vida. La donación mutua de los esposos entre sí se abre y se tras­ciende a la donación de los cónyuges al hijo.
Por eso, afirma la FC (nº 14): «En su realidad más profunda, el amor es esencial­mente don y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco "conoci­miento" que les hace "una sola carne", no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este modo los cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo vi­viente de su amor, signo perma­nente de la unidad conyugal y síntesis viva e insepara­ble del padre y de la madre».



II.            LA PEDAGOGIA DE LA IGLESIA EN LA PROPOSICION DE SU ENSE­ÑANZA Y EL ACOMPA­ÑAMIENTO PASTORAL DE LOS MATRIMONIOS.

1. Armonizar adecuadamente la verdad y la comprensión
Desde el punto de vista pastoral, tanto la HV como la FC han reco­nocido las di­versas dificultades que pueden presentarse a los cónyuges, teórica como prácticamen­te, para aceptar y vivir la enseñanza sobre la paternidad responsa­ble. Y ambas han subraya­do la necesidad de que la Iglesia se muestre siempre al mismo tiempo Maestra y Madre, insistiendo en que ambos aspectos de su solici­tud pastoral están estre­chamente uni­dos: la afirmación de la verdad, por un lado, y una gran comprensión para con los hombres que intentan vivir esa verdad: "La Iglesia, efecti­vamente, no puede tener otra actitud para con los hombres que la del Reden­tor: conoce su debilidad, tiene compasión de las muche­dumbres, aco­ge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la ley que en rea­lidad es la propia de una vida humana llevada a su verdad originaria y conducida por el Espíritu de Dios (Rm 8)" (HV 19). Las dificultades que surjan tendrán que ser re­sueltas sin falsificar ni comprometer jamás la verdad.

La razón de fondo es que "no puede haber verdadera contra­dicción entre la ley divina de la transmisión de la vida y la de favorecer el auténtico amor conyugal" (FC 33).

Por eso, al referirse a la tarea que nos cabe a los sacer­dotes, tanto la HV como la FC, asignan gran importancia pastoral a la unidad de juicios morales y pastorales, e invitan a que cada sacerdote intente realizar una síntesis armoniosa entre la presenta­ción de la doctrina y la misericor­dia que se expresa en la paciencia y la bondad. Hay que pre­sentar la enseñanza de la Iglesia, pero no basta; es necesario, también, atender a quién y en cuáles circunstancias nos dirigimos.

En realidad, toda la comunidad eclesial tendría que "preocu­parse por suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y la ma­ternidad de modo verdadera­mente responsable" (FC 58), concretamente: profundiza­ción de los estudios científicos; con­tribuir a que se conozcan, se estimen y se apliquen los métodos natura­les de regulación de la fertilidad.

2. La educación de la conciencia para un verdadero discernimiento prudente
- Frente a la problemática de la regulación de la fertilidad es indispensable una buena educación de la conciencia de los esposos, a fin de que lleguen a alcan­zar un criterio moral integral y una actitud adecuada en esta materia, lo cual implica:

a. una conciencia formada, buena, que les permita formular juicios rec­tos, te­niendo en cuenta los valores objetivos dispues­tos por Dios y la enseñanza de la Iglesia (GS 50; HV 10). Esto supone la acepta­ción de la norma moral fundamental, como posible de ser ac­tuada en la vida de los cónyuges con su esfuerzo y contando con la gracia de Dios.
b. un discernimiento atento a los diversos bienes, conside­rados prácti­camente con todas sus circunstancias (propios, de los hijos, de la comu­nidad).
c. conocimiento y respeto de los procesos biológicos, de mane­ra que cada acto sexual quede abierto naturalmente a la transmisión de la vida (FC 33).
d. una justa ascesis es necesaria a los cónyuges para ejercer el necesa­rio auto­control o dominio de sí, y la práctica de las virtudes (ge­nero­sidad, espíritu de sacri­ficio, capacidad de diálogo, responsa­bi­lidad, etc.) (GS 50-51; HV 21-22). No se da ver­dadera procreación res­ponsable fuera de la virtud de la castidad conyugal.
e. confianza filial de los cónyuges en Dios y en su gracia; el re­curso frecuente a la oración y a los sacramentos.

3. El sacramento de la reconciliación
En la administración del sacramento de la penitencia a personas casa­das[5], los sacerdotes han de tener en cuenta:

- No concentrar la atención unilateralmente en el problema de la regula­ción de los nacimien­tos, sino más bien atender a los múltiples aspectos que conforman la voca­ción matrimonial: la actuación del manda­miento del amor de Dios y del prójimo.

. Dentro de este marco, en algunos casos será oportuno decir una palabra clarifi­cadora o hacer alguna advertencia sobre el tema.

- No hay deber de interrogar a todos los cónyuges que no se expre­san sobre este punto. Se debe prestar fe al penitente; cuando no confie­sa un pecado, debe retener que no lo ha cometido (según una directiva del Santo Oficio del 16.05.43, el confesor no debe preguntar cuando no existe una sospecha positiva y sólida de una confesión incom­pleta; pre­cisamente, en el 6º mandamiento, el confesor debe comportarse de forma muy prudente y reservada).

. En algunos casos, puede ser necesario hacer alguna pregun­ta (p. e., a quien después de muchos años se confiesa y no dice nada sobre su matrimonio, pero en el orden justo).

- Debido a la diversidad de opiniones expresadas por los teólogos sobre este te­ma, puede ser que algunos fieles sostengan de buena fe una opinión contraria a la ense­ñanza de la Iglesia y vivan según ella. El confesor puede respetarla, pero ha de hacer­les ver que la doctrina de la Iglesia es otra e invitarlos a permanecer abiertos a la verdad.

- Pueden darse casos de verdadera violencia moral, en los cuales un cónyuge (ge­neralmente la mujer), aún queriendo observar la ley moral, es obligado por el otro a engendrar irresponsable­mente, o no puede impedir que el otro se desentienda de toda preocupación moral y utilice medios contracepti­vos.

En el primer caso, la mujer puede lícitamente protegerse contra la concepción utilizando los medios menos nocivos (es una aplicación del princi­pio de totalidad, se­gún el cual el hombre puede defenderse contra la amenaza de un grave daño para la pro­pia persona). Está fuera de lo que prohíbe la HV, que se refiere al recurso a la este­rilización directa o a los medios contra­ceptivos en la realización de un acto libremen­te querido.

En el segundo, quien consiente, bajo la presión del miedo y de la constricción (p. e., el caso de un marido que groseramente hace imposi­ble la vida a la mujer que se niega a actuar contra la ley moral, o la priva del dinero necesario para vivir), a un acto en el cual el otro cónyuge usa métodos contracepti­vos, hay que reconocer una dis­minución, o incluso la falta comple­ta, de la libertad de decisión, y por tanto dis­minu­ye o desaparece la respon­sabilidad moral.

- Sólo muy raramente puede haber un motivo que justifique negar la absolución a los penitentes que faltan contra la casti­dad matrimonial.

. Debe ser negada a quienes se cierran a una nueva vida, sólo por espíritu de comodidad, practican continuamente la contracepción y no muestran ninguna voluntad de reconocer y seguir la ley de Dios.

. En cambio, debe mostrarse mucha comprensión y ayudar en lo posi­ble a quienes, encon­trándose en grave situación económica, de salud o de otro tipo, y viven en graves tensiones psíquicas, dificultan o impiden la concepción de una nueva vida. Aún cuando cedan frecuentemente por la debilidad humana (cfr. HV 29)




UN APORTE PARA LA REFLEXIÓN



16. La opción por el valor preferente

Si existe, por tanto, la obligación de no tener más hijos, pues lo contrario sería un mal; si la manifestación del cariño a través de la entrega corporal parece necesaria o conveniente en orden a conseguir una comunión y cercanía más profunda y evitar la crisis de una convivencia que se desmorona; y si la abstinencia, en tales circunstancias, provocara otra serie de males que irían contra las obligaciones primarias de los cónyuges, no cabe otra salida que el empleo de los anticonceptivos, cuya utilización el Papa nos recuerda que es también un mal. Es decir, nos encontramos ante una triple exigencia incompatible, en teoría, pues ninguna de ellas respeta todos los valores que deberían salvaguardarse: la paternidad responsable, el cariño conyugal y la doctrina pontificia. Buscar cualquiera de ellos llevaría, por hipótesis, al incumplimiento de alguno de los restantes. La pareja que, en estas circunstancias, optara por uno de esos tres males con la conciencia y la honradez de que es el de menor importancia, el menos grave para ella, no podría ser acusada de pecado. Entre las diversas posibilidades negativas ha escogido aquella que considera mejor. Aunque su opción suponga no tener en cuenta algún valor en concreto, lo hace buscando precisamente el mayor bien posible, aquél que considera de mayor trascendencia, como una obligación más urgente.


Con ello no se pretende justificar ninguna conducta. El matrimonio puede tener conciencia de su limitación y vivir ilusionado a la espera de que tales circunstancias cambien y posibiliten el cumplimiento de todos los valores, pero por el momento no resulta factible este ideal. Deseando aspirar a lo mejor, evitan en estas situaciones difíciles lo que les parece más negativo desde el punto de vista ético. Por ello, varias Conferencias episcopales no tuvieron reparo en afirmar que, desde el momento que eligen honradamente el camino que estiman mejor, nadie podrá calificar esta conducta como pecaminosa.


Que esto sea verdad no significa que el mayor bien posible tenga que ser siempre el empleo de los anticonceptivos. Cualquiera de las otras posibilidades, a pesar de sus propias limitaciones, podría constituir una elección válida de acuerdo con los principios enunciados. El nacimiento de un nuevo hijo o la aceptación de una mayor abstinencia, aunque trajera algunas consecuencias negativas, podrían considerarse también como de menor importancia. Se requiere, pues, un esfuerzo sincero para que la decisión no brote del propio interés o comodidad, sino que esté motivada y sirva para la conservación del valor más preferente.


Sin esta honradez sobrenatural no tiene sentido la conducta posterior. No será difícil que algunos quieran encontrar por aquí una justificación al egoísmo personal, optando por lo que resulta más cómodo. Pero este peligro no elimina el que otros descubran por ese camino la solución cristiana a un problema que juzgan como el único obstáculo para un encuentro sincero con Dios.

La sociedad española, en concreto, debería hacer una seria reflexión, pues sigue siendo el país europeo con un índice menor de natalidad, junto con Italia, cuando hace sólo 20 años estaba a la cabeza de los demás. Tampoco las previsiones para el futuro son demasiado optimistas, ya que es, al mismo tiempo, el que menos hijos desearía tener. Aunque la paternidad fuera responsable, no la podemos adjetivar como generosa. Y cuando esta generosidad está ausente es muy fácil que tampoco sea del todo responsable.



18. Las intervenciones de Juan Pablo II

Para nadie es un secreto que Juan Pablo II ha ido repitiendo por todas partes, de una manera constante, la validez y vigencia de la doctrina tradicional sobre éste punto: la objetiva inmoralidad de los métodos artificiales para regular los nacimientos. En todo su Magisterio la condena ha sido explícita y reiterada, sin ningún asomo de duda o vacilación. Su pensamiento lo ha expresado, con una fuerza mayor aun, en algunos de sus más recientes discursos y documentos, donde negaba la posibilidad de un conflicto de valores, tal y como lo hemos explicado. La encíclica Veritatis splendor, al condenar una ética teleológica -que descubre la moralidad de una acción teniendo en cuenta su naturaleza y las circunstancias o consecuencias que la acompañan-, supondría también la condena de esta misma orientación.


No hay que olvidar, sin embargo, que hasta en la moral más clásica y tradicional se aceptaban como lícitas, en la práctica, conductas que, en teoría, deberían condenarse de acuerdo con la naturaleza de la acción. Nadie puede tirarse al vacío desde un rascacielos, matar a un niño inocente, contestar con una mentira, colaborar a un acto anticonceptivo, o incendiar una casa para inmolarse los que se encuentran dentro, por citar sólo algunos de los muchos ejemplos. Pero si ese mismo gesto se da en algunas circunstancias o provoca mayores males, su valoración ética sería diferente. Cuando se pretende evitar una violación, impedir que el criminal huya, ocultar lo que puede poner en peligro a otros, eludir el adulterio del cónyuge, o escaparse de los enemigos, se daban como lícitos tales comportamientos. En caso de perplejidad, cuando algunos valores éticos entran en conflicto, como en los casos propuestos, la norma dictada por los moralistas era que elija cada uno el mal que le parezca menor. Hasta en el principio de doble efecto, donde siempre se tolera la existencia de un mal, se requería una razón proporcionada, que exigía analizar las ventajas y los inconvenientes de una acción determinada para la formación del juicio recto.


La doctrina oficial de la Iglesia, confirmada por la Humanae vitae y por el Magisterio posterior, enseña la malicia objetiva e intrínseca de la anticoncepción. Aceptar este carácter impide que pueda catalogarse como buena en cualquier circunstancia y por muy digno que sea el fin pretendido. Cuando se habla del conflicto de valores, nadie pretende justificar esa acción que sigue constituyendo un verdadero mal. El problema radica en que si se quiere evitarlo a toda costa, otros males peores podrían acontecer, como veíamos con anterioridad.


Comprendo que no todos estén de acuerdo con algunas de estas explicaciones, como respeto a los que piensan de otra manera, pero tal disconformidad no significa que sean inaceptables como normas orientadoras. No es una opinión particular que no tendría ningún peso. El mismo Magisterio de la Iglesia, a través de las declaraciones efectuadas por los episcopados, ha querido interpretar la doctrina de la Humanae vitae para sus aplicaciones pastorales. Sería muy duro y un desprestigio para la autoridad de los obispos decir que se han equivocado e inducido a error a sus fieles.


Supongo, además, que nadie mejor que Pablo VI supo y defendió el contenido de la encíclica que había escrito, lo mismo que los colaboradores que ayudaron, de una u otra forma, a su redacción. Pues bien, el mismo Papa, en un discurso pocos días después de ser publicada, recordó que "no faltan ya y no faltarán publicaciones en torno a la encíclica, a disposición de cuantos se interesan por el mismo tema". En nota citaba expresamente a G. Martelet, como un buen intérprete de su doctrina pues había sido uno de los redactores finales de la misma y el gran inspirador de la declaración hecha por el episcopado francés. En el comentario a la Humanae vitae, este autor la explicaba de la siguiente manera:


"Pero en determinadas situaciones históricas y concretas, una práctica contraceptiva más o menos prolongada puede, de hecho, ser considerada por algunos cristianos como un mal menos grave que el peligro que representaría para ellos una nueva maternidad [...]. La cuestión es, entonces, la siguiente: la encíclica, al denunciar en la contracepción la existencia de un desorden objetivo del amor, ¿condena, por ello mismo, a los esposos que recurren a tal desorden porque en su situación particular les parece un mal menor? A esta pregunta debemos contestar decididamente que no por la sencilla razón de que la encíclica no puede querer hacer lo contrario de lo que la Iglesia debe hacer en general [...]. En las situaciones de hecho muchas veces complicadas que viven los cónyuges, la elección no ya de lo mejor, ni siquiera de lo bueno, sino simplemente de lo menos malo, constituye, en efecto, el verdadero camino para la conciencia."


Aceptamos, por tanto, la Humanae vitae con un sentimiento de obediencia filial hacia el Magisterio de la Iglesia, pero la admisión de su doctrina no puede cerrar las puertas que ella misma deja abiertas, ni excluye otros principios de interpretación de la moral, que le son también aplicables. Aunque no todos los acepten, deben gozar de la suficiente garantía y fundamento para su aplicación en la praxis cristiana.



(López Azpitarte, E. (2001). Amor, sexualidad y matrimonio. Buenos Aires: San Benito. Págs. 195-199).