lunes, 27 de enero de 2020

¿Dios es castigador o misericordioso?


Un poco de historia
Un famoso argumento utilizado por muchos pensadores (Leibniz o Hume) es el llamado argumento del mal de Epicuro, que vivió hace 2300 años en la antigua Grecia. Lo que se le atribuye a este filósofo en rigor, no es una demostración de la tesis «Dios permite el mal» o de la «inexistencia de Dios» ya que en ningún momento concluye nada de esto, simplemente pone en duda la compatibilidad de ciertas afirmaciones. Pero él decía algo así: «Frente a la creencia en Dios y al mal que existe en el mundo, solo hay dos posibles respuestas: o Dios no puede evitarlo, o Dios no quiere evitarlo. Si no puede, entonces no es omnipotente, y no nos sirve como Dios; si no quiere, entonces es un malvado, y no nos conviene como Dios». Cualquiera de las dos respuestas tiraba por tierra la creencia divina.
Hoy en día, ante las calamidades que sacuden nuestro mundo, especialmente las vinculadas con la naturaleza (tsunamis, terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas), que arrasan ciudades enteras cobrándose miles de vidas, el dilema de Epicuro sigue resonando como una cachetada a la fe de millones de creyentes, que continúan preguntándose cómo es posible que un Dios amoroso y providente pueda permitir semejantes desgracias, sin intervenir ni brindar ayuda alguna.
Epicuro, con su dilema, no pretendía negar la existencia de Dios. Solo llamaba la atención sobre la presencia del mal en el mundo. Sin embargo, su planteamiento condujo a mucha gente a abandonar la fe. Es comprensible, ya que resulta al menos escandaloso que Dios, en su omnipotencia podría evitar cualquier tipo de cataclismo o adversidad que azote a nuestro mundo y que no quiera hacerlo o no pueda hacerlo.

Dios sí castiga a los malvados
Hay ciertos dichos populares u oraciones habituales que en cierto modo empañan la creencia en el Dios Padre misericordioso, culmen de la fe cristiana. Cuando se quiere enderezar a alguien de conducta poco apropiada, enviándole algún contratiempo o desgracia personal, se dice -decimos- «Dios castiga sin palo y sin rebenque» o «Dios castiga, pero no muestra la guasca» (guasca es un trozo de cuero, cortado medianamente angosto, que pega muy fuerte). En el acto de contrición hallamos la siguiente frase: «…Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí». Pero, realmente, ¿Dios castiga?
Hay un meme dando vueltas por Facebook que dice «Mi parte favorita de la Biblia es cuando Dios le da al hombre libertad, y luego mata a todos con una inundación por no actuar de la forma en que Él quería», claramente en alusión al relato del arca de Noé y el famoso diluvio universal (cfr. Gn 6-9). Si nos detenemos en el AT, encontraremos cientos de citas en las que Dios se comporta salvajemente, inmisericorde, con sentimientos de ira, venganza, etc., como si fuese… ¿un ser humano?
Si alguna vez hemos leído la Biblia recordaremos que destruyó la ciudad de Sodoma y Gomorra haciendo descender fuego y azufre de los cielos (cfr. Gn. 19,24), mató a los niños de las familias egipcias (cfr. Ex. 12,13), hizo morir al hijo del rey David, porque su padre había pecado (cfr. 2Sam. 12,15), dejó ciego al ejército de los arameos cuando atacaron la ciudad de Dotán (cfr. 2Rey 6, 18-20), y un largo etcétera de catástrofes, maldiciones y muertes, que no fueron por obra ni mano del hombre sino de Dios mismo. En el AT, todas las enfermedades, infortunios y hasta la propia muerte, aparecen como provenientes de Dios.
Pero claro, los judíos desde temprana edad aprendían «No los adorarás ni los servirás. Porque Yo, el Señor tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que Me aborrecen» (Ex. 20,5). La misma advertencia se repetirá después en Dt 5,1-11. Por esto mismo, hagamos el esfuerzo de observar la enseñanza de este pasaje, para así poder entender cómo nos compete a los creyentes en la actualidad, en el siglo XXI.

¡Qué importante es el contexto histórico! 
Antes que nada, debemos comprender que los libros que componen la Biblia, al margen de que sean inspirados por Dios, obedecen a un contexto histórico y a una cultura específica, que es fundamental conocer, sobre todo si se pretende sacar conclusiones de algún hecho de los que allí se relatan. Y me animo a ir un poquito más allá: esta regla universal obedece a cualquier estudio de cualquier hecho histórico que se pretenda abordar.
Durante siglos, la situación cultural de los israelitas había sido desarrollada dentro de una cerrada estructura tribal, donde todo era de todos, donde cada uno participaba del destino de los demás, donde todos eran o pobres o ricos, y se vivía un gran sentido de solidaridad tanto en el bien como en el mal.
Dentro de este nivel cultural, era perfectamente natural y lógico que uno sufriera por el mal de otros (cfr. Jos 7,1-26). Los israelitas dentro de su cultura, intentaron dar una explicación a su fe en un Dios personal y justo que castiga a los malos y recompensa a los buenos.
Para ellos, todos los males que ocurrían tenían que considerarse como un castigo infringido por «Elohim» (el «Poderoso» - como llaman ellos a Dios). Si alguien sufría, aunque sea bueno, honrado, honesto, recto, decente, su sufrimiento era un castigo por los pecados y transgresiones que otros han cometido. Si al contrario, le iba muy bien, su felicidad era una recompensa de Dios por su justicia o la de los demás.
Jamás se les ocurrió pensar en una recompensa o castigo después de la muerte (conceptos aún desconocidos para la época y que se desarrollaron recién con el cristianismo y la escatología -del griego éskhatos (último) y lógos (tratado/estudio)-, el estudio acerca del destino final del hombre: Cielo o Infierno. Sin embargo, esta explicación satisfacía perfectamente al pueblo de Israel y a su vez resolvía el problema del sufrimiento del justo. Simplemente se trababa de una explicación natural, de acuerdo con su cultura particular y la única respuesta que podían dar, era que todo podría ser la «justicia de Dios.»
Por otro lado, en los tiempos en que se escribió el AT las ciencias aún no se habían desarrollado (o al menos no lo suficiente como para llenar ciertos vacíos fundamentales de la vida cotidiana). No se conocían las leyes de la naturaleza, ni las causas de las enfermedades, ni por qué sucedían los fenómenos ambientales. Esto ocasionaba que muchos de los fenómenos que hoy llamamos «naturales», en aquella época se consideraran «sobrenaturales», y por lo tanto, venidos directamente de Dios.


Dios, un maestro paciente
He aquí el desconcierto de muchos, sobre el hecho de que Dios mismo aparece muchas veces como el Comandante Supremo que incita al exterminio. El lineamiento principal que debemos seguir para entender estas páginas, nacen de una muy importe premisa: la revelación divina en la Biblia es histórica, se manifiesta encarnándose en la trama lenta y fatigosa de las vicisitudes de los hombres. No se trata de una palabra suspendida en los cielos y comunicada a través de un éxtasis. Es por esto que la Biblia es la historia progresiva de una revelación de Dios y la revelación progresiva del sentido de nuestra historia, a priori tan disparatada y escandalosa.
Dicho de otra forma, Dios tuvo que ir con paciencia al ritmo de los pecados y miserias del ser humano, que en muchas de sus actitudes – primitivas, atroces y severas para nosotros que estamos en los albores del siglo XXI – tuvo que ir aprendiendo y mejorando.
No fue que mágicamente de la noche a la mañana, el hombre entendió que el verdadero amor era entre un hombre con una sola mujer, o que el fundamentalismo y el apego a la letra de la Ley mataba al espíritu, o que lo impuro no era la comida sino lo que había en el corazón. Se fue dando paulatina, gradual, calmadamente a lo largo de más de 5000 años de historia.
Todas y cada una de estas cosas, el pueblo de Dios (del cual nosotros somos parte) las fue aprendiendo entre miserias, abundancias, alegrías y dolores que, – ahora nosotros comprendemos con la teología y la enseñanza de Jesucristo – no fueron necesariamente «enviadas» por Dios, sino consecuencia de la vida y aprendizaje propio de dicho pueblo.

Medios humanos para fines divinos

Obviamente, ante estas explicaciones «modernas», vale aclarar que aún existen modos de pensar en ciertos agnósticos, término que viene del griego «a» = privativo y «gnosis» = conocimiento. Según esta concepción filosófica, todo lo que supera el dominio de la experiencia humana, es desconocido. Es, por tanto, imposible para el hombre, pronunciarse sobre la existencia de Dios. Aunque la cuestión de Dios sigue presente, a muchos católicos se les dificulta la comprensión de esta realidad. Afirman que Dios inspiró la Biblia y por ende Él la «dictó» con Su propio estilo divino, o no fue inspiración de Dios sino que fue manipulada completamente por los hombres.
A pesar de esta explicación, a muchos todavía se les dificulta aceptar una realidad que es obvia y explícita no sólo en las Sagradas Escrituras sino también en el curso de la Historia: Dios siempre se ha valido de medios humanos para sus fines divinos, justamente en virtud de ese don de la libertad que nos proveyó y que tenemos como seres humanos.
Dios quiere que el hombre sea libre y que libremente colabore con Él. El Catecismo claramente dice: «Este designio comporta una pedagogía divina particular: Dios se comunica gradualmente al hombre, lo prepara por etapas para acoger la Revelación sobrenatural que hace de sí mismo y que culminará en la Persona y la misión del Verbo encarnado, Jesucristo» (CEC 53)
Es de esta manera que debemos comprender que los estilos propios de cada autor, de cada libro inspirado, influyen significativamente en la manera en que fue escrito, sin que por ello se pierda la esencia propia del mensaje que Dios quiere dar a entender.
Podemos decir además que «Dios se valió de hombres elegidos, que usaban todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios quería» (Dei Verbum 11).

¿Y Jesús qué dijo al respecto?
Hace 2000 años, Jesús predicaba y para ese entonces la situación no había cambiado demasiado. Las ciencias seguían siendo primitivas, y también se ignoraban las causas naturales de muchos de los fenómenos que sucedían. Sin embargo Jesús aportó una idea jamás escuchada ni imaginada hasta el momento: Dios no manda males a nadie; ni a los justos ni a los pecadores, ni a las personas «malas», ni a las personas «buenas». Dios Padre manda solamente el bien. Para demostrarlo, argumentarlo y justificarlo, Jesús adoptó una metodología por demás de eficaz. Comenzó a curar, en nombre de Dios, a todos los enfermos que se le acercaban. De esta manera anunció la buena noticia: Dios no quiere la enfermedad de nadie; y si alguien se enfermaba, no era porque Él lo permitiese. La misma posición tuvo ante la inquietante, desconocida y negada muerte. Cuando le suplicaron por algún fallecido, jamás replicó: «Déjenlo muerto, porque esa es la voluntad de Dios». Al contrario, le devolvía la vida, para enseñar que Dios no había mandado su muerte.
Lo mismo predicaba a todo aquel que estuviera dispuesto a oírlo. Un día, al pasar, sus discípulos vieron a un ciego de nacimiento y le preguntaron: «Maestro, ¿por qué este hombre nació ciego? ¿Por haber pecado él, o porque pecaron sus padres?» (Jn 9,1-2). Y Jesús como gran teólogo de su época les explicó que las enfermedades no son un castigo por los pecados, ni son enviadas por Dios (cfr. Jn 9,3). En otra oportunidad vinieron a contarle que se había derrumbado una torre en un barrio de Jerusalén, aplastando a 18 personas. Y Jesús dejó bien claro que ese accidente no fue deseado por Dios, ni mucho menos era un castigo por la maldad de esas personas, sino que todos estamos expuestos a los accidentes, por lo que debemos vivir preparados para la muerte (cfr. Lc 13,4-5).

Ni un solo pájaro
Jesús, por consiguiente, enseñó claramente que Dios no desea, ni ordena, ni permite las enfermedades. Tampoco provoca la muerte, ni los accidentes, ni los fenómenos de la naturaleza en los que tantos seres humanos pierden la vida, sino que dijo que de Dios procede solo lo bueno que hay en la vida, porque Dios ama profundamente al hombre y no puede enviarle nada que lo haga sufrir (cfr. Jn 3,16-17). Dicho de otra manera, Jesús no explicó de dónde vienen las desgracias, pero sí explicó de dónde no vienen: de Dios. No aclaró quién las causa, pero sí contó quién no las causa: Dios.
Existe, empero, una frase en el evangelio que suscita confusión en muchas personas, incluso a los mismos creyentes cristianos. Hablando sobre la confianza en Dios, dice Jesús: «Ni un pájaro cae por tierra, sin que lo permita el Padre que está en los cielos» (Mt 10,29). Leyendo esto, muchos han concluido entonces que, si un pájaro cae por tierra (es decir, sufre alguna desgracia), es porque Dios lo ha permitido. Por lo tanto, si alguna persona experimenta un accidente, es con el consentimiento de Dios.
Pero se trata de una mala traducción del texto bíblico. El pasaje original griego solo dice: «Ni un pájaro cae por tierra sin el Padre», no «sin que lo permita el Padre». Como a la frase le falta el verbo, los traductores de la Biblia pensaron que Mateo se había olvidado de ponerlo y le agregaron un verbo por su cuenta, que suele ser: «sin que lo permita», «sin que lo quiera», «sin que lo consienta» el Padre, atribuyéndole de esta manera a Dios la voluntad de que eso ocurra. En realidad el evangelista, al decir que el pájaro no cae «sin el Padre», quiso decir que no cae solo, que Dios cae con él y sufre con él. Es decir, Dios está con el que sufre, pero no permite su sufrimiento. ¿No cambia acaso, significativamente el significado y el mensaje que quiso transmitir Mateo?

Cuando Dios enferma y mata
A pesar de este progreso en la lectocomprensión, muchos cristianos como dijimos, continúan pensando como los primitivos israelitas, conservando y teniendo arraigada muy profundamente en su inconsciente la imagen de un Dios al que había que responsabilizar y culpar de todos los males que aquejaban al género humano. Pese a que el mismo Jesús ya nos explicó que Dios no quiere nuestro dolor, ni nuestro sufrimiento, muchos creyentes aún siguen pensando que los sufrimientos que padecemos son enviados por Él.
Hagamos un breve ejercicio de retrospección común, por ejemplo, ¿No han ido a visitar a un enfermo y oyeron a los amigos del mismo que dicen: «Tenés que aceptar lo que Dios dispuso»?, como si fuese Dios el que hubiera decidido que se enfermara. O, al ir a un velatorio, oímos la famosa frase de quienes tratan de consolar a los deudos: «Hay que aceptar la voluntad de Dios». ¿Cómo va a ser voluntad de Dios que alguien se muera? Dios es un Dios de vida y no de muerte, decía Jesús (cfr. Mc 12,27). Dios manda la vida, no la quita. ¿Cómo podemos entonces responsabilizar a Dios del fallecimiento de alguien cuando Jesús, en su nombre, devolvió la vida a tres personas fallecidas? (cfr. Mc 5,21-24.35-43: la hija de Jairo; Lc 7,11-17: el joven de Naín; Jn 11,17.39-44: Lázaro).
Pensar que estos incidentes suceden por su voluntad es una falta de respeto a Dios, y una grave ofensa a su inconmensurable amor y a su infinita bondad. Algunos, quizás demasiados piadosos, para justificarlo sostienen: «Dios hace sufrir a los que ama». Pero si nos ama, ¿Por qué nos hace sufrir? Otros explican: «Dios aprieta pero no ahorca». ¿Para qué quiere Dios apretar, si puede hacer todas las cosas con amor y ternura? Semejante mentalidad rebuscada y escabrosa ha llevado a mucha gente a enojarse con Dios y a resentirse con quien, en vez de hacernos felices, nos llena de iniquidades e infortunios. Y en el fondo, si fuese así, tendrían razón demás para enojarse. ¿Quién tiene ganas de rezarle o hablarle a aquel que le mandó un terrible accidente, una enfermedad, o se llevó a un ser querido? Más que un Dios, ese es un monstruo.

Resolviendo el problema
Si bien dejamos claro que Dios no quiere el mal, el enigma de Epicuro con el que iniciamos este escrito, sigue interpelándonos: ¿Por qué no lo evita? ¿No puede o no quiere? En realidad el dilema está mal planteado, y por lo tanto es falso. ¿A qué nos referimos? Pues a que no es el tema que Dios «no pueda» o «no quiera» impedir el mal, sino que es imposible que no exista el mal. Seguramente ahora se preguntarán ¿Por qué? Pues porque es simplemente inevitable. Un mundo sin mal sería imposible por la simple razón de que el mundo es finito, efímero, limitado, precario, contingente. Y a esa finitud nosotros le llamamos «mal». ¿Pero acaso Dios con su ilimitado poder, no podía haberlo creado perfecto? No, porque lo único perfecto que existe es Él. Todo lo demás que pudiese crear resulta necesariamente limitado.
Claro está que Dios podría no haber creado este mundo. Empero, al crearlo, necesariamente tuvo que ser finito (porque si creara algo perfecto, ese «algo» se crearía a sí mismo). De modo que la finitud, la imperfección, la carencia, la limitación, estarán siempre presentes en la naturaleza.
El mundo, como hoy existe, tiene sus propias leyes naturales que lo rigen de manera autónoma, y Dios no puede modificarlas ni manipularlas a su antojo, evitando permanentemente el mal, porque iría contra las leyes que él mismo puso. No es que Dios «no quiera» o «no pueda» evitar el mal, sino que simplemente el planteo carece de sentido.
Con todo lo dicho podemos concluir que el dilema de Epicuro es falso, y esconde una trampa de la que no se percató. Es un planteo absurdo porque supone que es posible crear un mundo perfecto. Pero la idea de un mundo sin mal es tan contradictoria como la de un círculo cuadrado.
Lo que debemos hacer es dejar de llamar «mal», o «castigo divino», a lo que es simplemente una limitación natural imposible de evitar.
Entonces, ¿Valía la pena que Dios creara este mundo? Claro que sí. Para el creyente, si Dios lo ha creado así, es porque valía la pena. Volvemos a que Dios es perfecto y no se equivoca. Si esa fue su voluntad, así tiene que ser.

Fallas humanas, culpa divina
Por otra parte podríamos declarar una segunda fuente de la cual proceden las desgracias que sufrimos: nuestro mal uso de la libertad. Nosotros contaminamos el agua que bebemos, el aire que respiramos, los alimentos que ingerimos, la tierra en la que vivimos, produciendo graves trastornos a nuestro alrededor. Basta con leer un diario o ver las noticias.
Por el contrario, la mentalidad primitiva que aún tenemos, propia del AT, nos lleva a responsabilizar a Dios de esos trastornos y desgracias acaecidas. Y cuando alguien se enferma, o muere, o da a luz a un niño discapacitado, surge una vez más la famosa frase: «¡Es voluntad de Dios!».
Hoy sabemos, por ejemplo, que unas 250.000 personas por año mueren en el mundo a causa de enfermedades (como la malaria, el paludismo, la fiebre tifoidea, el cólera) provocadas por la contaminación que el mismo hombre realiza de las aguas. Y seguramente sus familiares pensarán: «Debemos aceptar la voluntad de Dios». Numerosas mujeres culpan a Dios de su esterilidad y se preguntan: «¿Por qué Él me niega un hijo?», cuando sabemos, por ejemplo, que muchos pesticidas químicos con los que se fumigan frutas y verduras son tóxicos y afectan a la fertilidad, además de a la piel, a la sangre y a las vías respiratorias.
Estudios médicos aseguran que el 75% de los casos de cáncer registrados en el mundo podrían evitarse de manera sencilla. Sin embargo, muchos morirán preguntándose: «¿Por qué Dios me mandó esto?». Asimismo las estadísticas afirman que en Argentina mueren al año unas 15.000 personas, y otras 120.000 resultan heridas en accidentes de tránsito. ¿Las causas? El 69% por fallas del conductor; el 17% por fallas de la ruta; el 8% por fallas del peatón; y el 6% por fallas del vehículo. Pero el 100% de los accidentados, en el fondo de su corazón, seguramente culpará a Dios por su infortunio.
La tierra produce un 10% más de alimentos de los que necesita. Pero el egoísmo de los países ricos, la negligencia y los intereses mezquinos de algunos gobiernos hacen que unos 500 millones de personas sufran hambre. Y, por supuesto, no faltarán los que dirán: «¿Cómo es posible creer en Dios cuando tanta gente muere de hambre?». Incluso las grandes inundaciones, que aparentan ser fenómenos caprichosos e incontrolables, los mismos terremotos, y hasta los huracanes y ciclones, que ocasionan pérdidas millonarias y se cobran miles de víctimas humanas, se generan no pocas veces por la irresponsable actitud del hombre hacia la naturaleza.

La ciencia y un mundo ideal
Entre los grandes logros de la humanidad figura el haber eliminado la enfermedad de la viruela; y la poliomielitis prácticamente ha desaparecido. ¿Cuántas otras dolencias podrían suprimirse si en vez de gastar dinero en armas, bombas y guerras, lo empleáramos en investigar? Pero sigue siendo Dios, en la idea de muchos cristianos, al que se lo acusa de las enfermedades y muertes que vemos a diario.
Tal vez más de uno pensará: ¿Pero acaso Dios no nos creó mortales? Por supuesto. Pero el «cuándo» morimos lo fijamos nosotros y quienes nos rodean, con nuestro estilo de vida, nuestras actitudes de amor o de odio, y nuestra responsabilidad o negligencia. Dios, al crearnos libres, no parece haber fijado el día de nuestra muerte, como piensan algunos. En la misma, intervienen una serie de factores en los que entra la libertad humana. Dios solo acompaña y trabaja junto a los que luchan por erradicar el mal, por implantar la justicia, por sembrar la paz y fomentar la igualdad entre todos los hombres, de todas las razas y colores. Desafortunadamente, al no haber entendido esto, muchas personas viven su vida resentidos con Dios, lo acusan de sus desgracias, y hasta han llegado al extremo de eliminarlo de su vida y a renegar de Él.
Entendamos todos, que Dios solo quiere el bien, ama el bien y asiste a cuantos trabajan por el bien. Y nuestra tarea como cristianos, como personas de fe, como creyentes en su Palabra, es la de colaborar con Él para que cada vez haya más bien, más bondad a nuestro alrededor, y no reproches acerca de la existencia del mal o las desgracias. Como aquel hombre que le preguntaba a su amigo: «¿Tú le rezas a Dios?». «Sí, todas las noches». «¿Y qué le pides?». «No le pido nada. Como sé que él siempre está haciendo lo mejor por nosotros, solo le pregunto en qué puedo ayudarlo». Seamos capaces nosotros también de comprender la infinita misericordia y exorbitante amor que Dios tiene por nosotros sus hijos, para que entre todos podamos no solo construir un mundo mejor sino ser más cercanos a Él y orando con el corazón, podamos preguntarle también «¿En qué te puedo ayudar hoy, Señor?».