Un poco de historia
Un famoso argumento utilizado por muchos pensadores
(Leibniz o Hume) es el llamado argumento del mal de Epicuro, que vivió hace 2300
años en la antigua Grecia. Lo que se le atribuye a este filósofo en rigor, no
es una demostración de la tesis «Dios
permite el mal» o de la «inexistencia
de Dios» ya que en ningún momento concluye nada de esto, simplemente pone
en duda la compatibilidad de ciertas afirmaciones. Pero él decía algo así: «Frente a la creencia en Dios y al mal que
existe en el mundo, solo hay dos posibles respuestas: o Dios no puede evitarlo,
o Dios no quiere evitarlo. Si no puede, entonces no es omnipotente, y no nos
sirve como Dios; si no quiere, entonces es un malvado, y no nos conviene como
Dios». Cualquiera de las dos respuestas tiraba por tierra la creencia
divina.
Hoy en día, ante las calamidades que sacuden nuestro
mundo, especialmente las vinculadas con la naturaleza (tsunamis, terremotos,
inundaciones, erupciones volcánicas), que arrasan ciudades enteras cobrándose
miles de vidas, el dilema de Epicuro sigue resonando como una cachetada a la fe
de millones de creyentes, que continúan preguntándose cómo es posible que un
Dios amoroso y providente pueda permitir semejantes desgracias, sin intervenir
ni brindar ayuda alguna.
Epicuro, con su dilema, no pretendía negar la existencia
de Dios. Solo llamaba la atención sobre la presencia del mal en el mundo. Sin
embargo, su planteamiento condujo a mucha gente a abandonar la fe. Es
comprensible, ya que resulta al menos escandaloso que Dios, en su omnipotencia
podría evitar cualquier tipo de cataclismo o adversidad que azote a nuestro
mundo y que no quiera hacerlo o no pueda hacerlo.
Dios sí castiga a los malvados
Hay ciertos dichos populares u oraciones habituales que en cierto modo empañan la creencia en el Dios Padre misericordioso, culmen de la fe cristiana. Cuando se quiere enderezar a alguien de conducta poco apropiada, enviándole algún contratiempo o desgracia personal, se dice -decimos- «Dios castiga sin palo y sin rebenque» o «Dios castiga, pero no muestra la guasca» (guasca es un trozo de cuero, cortado medianamente angosto, que pega muy fuerte). En el acto de contrición hallamos la siguiente frase: «…Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí». Pero, realmente, ¿Dios castiga?
Hay un meme dando vueltas por Facebook que dice «Mi parte favorita de la Biblia es
cuando Dios le da al hombre libertad, y luego mata a todos con una inundación
por no actuar de la forma en que Él quería»,
claramente en alusión al relato del arca de
Noé y el famoso diluvio universal (cfr. Gn
6-9). Si nos detenemos en el AT,
encontraremos cientos de citas en las que Dios se comporta salvajemente,
inmisericorde, con sentimientos de ira, venganza, etc., como si fuese… ¿un ser humano?
Si alguna vez hemos leído la Biblia recordaremos
que destruyó la ciudad de Sodoma y Gomorra haciendo descender fuego y azufre de
los cielos (cfr. Gn. 19,24), mató a los niños de las
familias egipcias (cfr. Ex. 12,13), hizo morir al hijo del rey
David, porque su padre había pecado (cfr.
2Sam. 12,15), dejó ciego al ejército de los
arameos cuando atacaron la ciudad de Dotán (cfr. 2Rey 6, 18-20), y un largo etcétera de catástrofes,
maldiciones y muertes, que no fueron por obra ni mano del hombre sino de Dios
mismo. En el AT, todas las enfermedades, infortunios y hasta la propia muerte, aparecen
como provenientes de Dios.
Pero claro, los judíos desde
temprana edad aprendían «No los adorarás ni los servirás. Porque Yo, el
Señor tu Dios, soy Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres sobre
los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que Me aborrecen» (Ex. 20,5). La misma advertencia se repetirá
después en Dt 5,1-11. Por esto mismo,
hagamos el esfuerzo de observar la enseñanza de este pasaje, para así poder
entender cómo nos compete a los creyentes en la actualidad, en el siglo XXI.
¡Qué importante es el contexto
histórico!
Antes que nada, debemos comprender que los libros
que componen la Biblia, al margen de que sean inspirados por Dios, obedecen
a un contexto histórico y a
una cultura específica, que es fundamental conocer, sobre todo si
se pretende sacar conclusiones de algún hecho de los que allí se relatan. Y me
animo a ir un poquito más allá: esta regla universal obedece a cualquier
estudio de cualquier hecho histórico que se pretenda abordar.
Durante siglos, la situación cultural de los israelitas
había sido desarrollada dentro de una cerrada estructura tribal, donde todo era
de todos, donde cada uno participaba del destino de los demás, donde todos eran
o pobres o ricos, y se vivía un gran sentido de solidaridad tanto en el bien
como en el mal.
Dentro de este nivel cultural, era perfectamente natural y lógico que uno
sufriera por el mal de otros (cfr. Jos 7,1-26). Los israelitas dentro de su
cultura, intentaron dar una explicación a su fe en un Dios personal y
justo que castiga a los malos y
recompensa a los buenos.
Para ellos, todos los males que
ocurrían tenían que considerarse como un castigo infringido por «Elohim» (el «Poderoso» - como llaman ellos a Dios). Si alguien sufría,
aunque sea bueno, honrado, honesto, recto, decente, su sufrimiento era un
castigo por los pecados y transgresiones que otros han cometido. Si al
contrario, le iba muy bien, su felicidad era una recompensa de Dios por su
justicia o la de los demás.
Jamás se les ocurrió pensar en una recompensa o
castigo después de la muerte (conceptos aún desconocidos para la época y que se
desarrollaron recién con el cristianismo y la escatología -del griego éskhatos (último) y lógos (tratado/estudio)-, el estudio
acerca del destino final del hombre: Cielo o Infierno. Sin embargo, esta
explicación satisfacía perfectamente al pueblo de Israel y a su vez resolvía el
problema del sufrimiento del justo. Simplemente se trababa de una explicación
natural, de acuerdo con su cultura particular y la única respuesta que podían
dar, era que todo podría ser la «justicia de Dios.»
Por otro lado, en los tiempos en que se escribió el
AT las ciencias aún no se habían desarrollado (o al menos no lo suficiente como
para llenar ciertos vacíos fundamentales de la vida cotidiana). No se conocían
las leyes de la naturaleza, ni las causas de las enfermedades, ni por qué sucedían
los fenómenos ambientales. Esto ocasionaba que muchos de los fenómenos que hoy
llamamos «naturales», en aquella época se
consideraran «sobrenaturales», y por lo tanto, venidos directamente de Dios.
Dios, un maestro paciente
He aquí el desconcierto de muchos, sobre el hecho
de que Dios mismo aparece muchas veces como el Comandante Supremo que incita al
exterminio. El lineamiento principal que
debemos seguir para entender estas páginas, nacen de una muy importe premisa: la revelación divina en la Biblia es histórica, se manifiesta encarnándose en la trama lenta
y fatigosa de las vicisitudes de los hombres. No se trata de una
palabra suspendida en los cielos y comunicada a través de un éxtasis. Es por
esto que la Biblia es la historia progresiva de una revelación de Dios y la
revelación progresiva del sentido de nuestra historia, a
priori tan disparatada y escandalosa.
Dicho de
otra forma, Dios tuvo que ir con paciencia al ritmo de los pecados y miserias
del ser humano, que en muchas de sus actitudes – primitivas, atroces y severas
para nosotros que estamos en los albores del siglo XXI – tuvo que ir
aprendiendo y mejorando.
No fue que
mágicamente de la noche a la mañana, el hombre entendió que el verdadero amor
era entre un hombre con una sola mujer, o que el fundamentalismo y el apego a
la letra de la Ley mataba al espíritu, o que lo impuro no era la comida sino lo
que había en el corazón. Se fue dando paulatina, gradual, calmadamente a lo
largo de más de 5000 años de historia.
Todas y cada
una de estas cosas, el pueblo de Dios (del cual nosotros somos parte) las fue
aprendiendo entre miserias, abundancias, alegrías y dolores que, – ahora
nosotros comprendemos con la teología y la enseñanza de Jesucristo – no fueron
necesariamente «enviadas» por Dios,
sino consecuencia de la vida y aprendizaje propio de dicho pueblo.
Medios humanos para fines divinos
Obviamente,
ante estas explicaciones «modernas», vale
aclarar que aún existen modos de
pensar en ciertos agnósticos, término que viene del griego «a» = privativo y «gnosis» = conocimiento.
Según esta concepción filosófica, todo lo que supera el dominio de la
experiencia humana, es desconocido. Es, por tanto, imposible para el hombre,
pronunciarse sobre la existencia de Dios. Aunque la cuestión de Dios sigue
presente, a muchos católicos se les dificulta la comprensión de esta realidad. Afirman
que Dios inspiró la Biblia y por ende Él la «dictó» con Su
propio estilo divino, o no fue inspiración de Dios sino que fue manipulada
completamente por los hombres.
A pesar de
esta explicación, a muchos todavía se les dificulta aceptar una realidad
que es obvia y explícita no sólo en las Sagradas Escrituras sino también en el
curso de la Historia: Dios siempre se ha valido de medios humanos
para sus fines divinos, justamente en virtud de ese don de la
libertad que nos proveyó y que tenemos como seres humanos.
Dios quiere
que el hombre sea libre y que libremente colabore con Él. El Catecismo
claramente dice: «Este designio comporta una pedagogía divina
particular: Dios se comunica gradualmente al hombre, lo
prepara por etapas para acoger
la Revelación sobrenatural que hace de sí mismo y que culminará en la Persona y
la misión del Verbo encarnado, Jesucristo» (CEC 53)
Es de esta manera
que debemos comprender que los estilos propios de cada autor, de cada libro
inspirado, influyen significativamente en la manera en que fue escrito, sin que
por ello se pierda la esencia propia del mensaje que Dios quiere dar a
entender.
Podemos decir además que «Dios se valió de hombres elegidos, que usaban
todas sus facultades y talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por
ellos, como verdaderos autores, pusieron por escrito todo y sólo lo que Dios
quería» (Dei Verbum 11).
¿Y Jesús qué dijo al respecto?
Hace 2000 años, Jesús predicaba y para ese entonces la
situación no había cambiado demasiado. Las ciencias seguían siendo primitivas,
y también se ignoraban las causas naturales de muchos de los fenómenos que
sucedían. Sin embargo Jesús aportó una idea jamás escuchada ni imaginada hasta
el momento: Dios no manda males a nadie; ni a los justos ni a los pecadores, ni
a las personas «malas», ni a las
personas «buenas». Dios Padre manda solamente
el bien. Para demostrarlo, argumentarlo y justificarlo, Jesús adoptó una
metodología por demás de eficaz. Comenzó a curar, en nombre de Dios, a todos los
enfermos que se le acercaban. De esta manera anunció la buena noticia: Dios no
quiere la enfermedad de nadie; y si alguien se enfermaba, no era porque Él lo permitiese.
La misma posición tuvo ante la inquietante, desconocida y negada muerte. Cuando
le suplicaron por algún fallecido, jamás replicó: «Déjenlo muerto, porque esa es la voluntad de Dios». Al contrario,
le devolvía la vida, para enseñar que Dios no había mandado su muerte.
Lo mismo predicaba a todo aquel que estuviera dispuesto a
oírlo. Un día, al pasar, sus discípulos vieron a un ciego de nacimiento y le
preguntaron: «Maestro, ¿por qué este
hombre nació ciego? ¿Por haber pecado él, o porque pecaron sus padres?» (Jn 9,1-2). Y Jesús como gran teólogo de
su época les explicó que las enfermedades no son un castigo por los pecados, ni
son enviadas por Dios (cfr. Jn 9,3).
En otra oportunidad vinieron a contarle que se había derrumbado una torre en un
barrio de Jerusalén, aplastando a 18 personas. Y Jesús dejó bien claro que ese
accidente no fue deseado por Dios, ni mucho menos era un castigo por la maldad
de esas personas, sino que todos estamos expuestos a los accidentes, por lo que
debemos vivir preparados para la muerte (cfr.
Lc 13,4-5).
Ni un solo pájaro
Jesús, por consiguiente, enseñó claramente que Dios no desea,
ni ordena, ni permite las enfermedades. Tampoco provoca la muerte, ni los
accidentes, ni los fenómenos de la naturaleza en los que tantos seres humanos
pierden la vida, sino que dijo que de Dios procede solo lo bueno que hay en la
vida, porque Dios ama profundamente al hombre y no puede enviarle nada que lo
haga sufrir (cfr. Jn 3,16-17). Dicho
de otra manera, Jesús no explicó de dónde vienen las desgracias, pero sí
explicó de dónde no vienen: de Dios. No aclaró quién las causa, pero sí contó
quién no las causa: Dios.
Existe, empero, una frase en el evangelio que suscita
confusión en muchas personas, incluso a los mismos creyentes cristianos.
Hablando sobre la confianza en Dios, dice Jesús: «Ni un pájaro cae por tierra, sin que lo permita el Padre que está en
los cielos» (Mt 10,29). Leyendo
esto, muchos han concluido entonces que, si un pájaro cae por tierra (es decir,
sufre alguna desgracia), es porque Dios lo ha permitido. Por lo tanto, si
alguna persona experimenta un accidente, es con el consentimiento de Dios.
Pero se trata de una mala traducción del texto bíblico.
El pasaje original griego solo dice: «Ni
un pájaro cae por tierra sin el Padre», no «sin que lo permita el Padre». Como a la frase le falta el verbo,
los traductores de la Biblia pensaron que Mateo se había olvidado de ponerlo y le
agregaron un verbo por su cuenta, que suele ser: «sin que lo permita», «sin
que lo quiera», «sin que lo
consienta» el Padre, atribuyéndole de esta manera a Dios la voluntad de que
eso ocurra. En realidad el evangelista, al decir que el pájaro no cae «sin el Padre», quiso decir que no cae
solo, que Dios cae con él y sufre con él. Es decir, Dios está con el que sufre,
pero no permite su sufrimiento. ¿No cambia acaso, significativamente el
significado y el mensaje que quiso transmitir Mateo?
Cuando Dios enferma y mata
A pesar de este progreso en la lectocomprensión, muchos
cristianos como dijimos, continúan pensando como los primitivos israelitas,
conservando y teniendo arraigada muy profundamente en su inconsciente la imagen
de un Dios al que había que responsabilizar y culpar de todos los males que
aquejaban al género humano. Pese a que el mismo Jesús ya nos explicó que Dios no
quiere nuestro dolor, ni nuestro sufrimiento, muchos creyentes aún siguen
pensando que los sufrimientos que padecemos son enviados por Él.
Hagamos un breve ejercicio de retrospección común, por
ejemplo, ¿No han ido a visitar a un enfermo y oyeron a los amigos del mismo que
dicen: «Tenés que aceptar lo que Dios
dispuso»?, como si fuese Dios el que hubiera decidido que se enfermara. O,
al ir a un velatorio, oímos la famosa frase de quienes tratan de consolar a los
deudos: «Hay que aceptar la voluntad de
Dios». ¿Cómo va a ser voluntad de Dios que alguien se muera? Dios es un
Dios de vida y no de muerte, decía Jesús (cfr.
Mc 12,27). Dios manda la vida, no la quita. ¿Cómo podemos entonces responsabilizar
a Dios del fallecimiento de alguien cuando Jesús, en su nombre, devolvió la
vida a tres personas fallecidas? (cfr. Mc
5,21-24.35-43: la hija de Jairo; Lc 7,11-17: el joven de Naín; Jn 11,17.39-44:
Lázaro).
Pensar que estos incidentes suceden por su voluntad es
una falta de respeto a Dios, y una grave ofensa a su inconmensurable amor y a
su infinita bondad. Algunos, quizás demasiados piadosos, para justificarlo
sostienen: «Dios hace sufrir a los que
ama». Pero si nos ama, ¿Por qué nos hace sufrir? Otros explican: «Dios aprieta pero no ahorca». ¿Para qué
quiere Dios apretar, si puede hacer todas las cosas con amor y ternura?
Semejante mentalidad rebuscada y escabrosa ha llevado a mucha gente a enojarse
con Dios y a resentirse con quien, en vez de hacernos felices, nos llena de iniquidades
e infortunios. Y en el fondo, si fuese así, tendrían razón demás para enojarse.
¿Quién tiene ganas de rezarle o hablarle a aquel que le mandó un terrible
accidente, una enfermedad, o se llevó a un ser querido? Más que un Dios, ese es
un monstruo.
Resolviendo el problema
Si bien dejamos claro que Dios no quiere el mal, el
enigma de Epicuro con el que iniciamos este escrito, sigue interpelándonos: ¿Por
qué no lo evita? ¿No puede o no quiere? En realidad el dilema está mal
planteado, y por lo tanto es falso. ¿A qué nos referimos? Pues a que no es el
tema que Dios «no pueda» o «no quiera» impedir el mal, sino que es
imposible que no exista el mal. Seguramente ahora se preguntarán ¿Por qué? Pues
porque es simplemente inevitable. Un mundo sin mal sería imposible por la
simple razón de que el mundo es finito, efímero, limitado, precario,
contingente. Y a esa finitud nosotros le llamamos «mal». ¿Pero acaso Dios con su ilimitado poder, no podía haberlo
creado perfecto? No, porque lo único perfecto que existe es Él. Todo lo demás
que pudiese crear resulta necesariamente limitado.
Claro está que Dios podría no haber creado este mundo. Empero,
al crearlo, necesariamente tuvo que ser finito (porque si creara algo perfecto,
ese «algo» se crearía a sí mismo). De
modo que la finitud, la imperfección, la carencia, la limitación, estarán
siempre presentes en la naturaleza.
El mundo, como hoy existe, tiene sus propias leyes naturales
que lo rigen de manera autónoma, y Dios no puede modificarlas ni manipularlas a
su antojo, evitando permanentemente el mal, porque iría contra las leyes que él
mismo puso. No es que Dios «no quiera»
o «no pueda» evitar el mal, sino que
simplemente el planteo carece de sentido.
Con todo lo dicho podemos concluir que el dilema de
Epicuro es falso, y esconde una trampa de la que no se percató. Es un planteo
absurdo porque supone que es posible crear un mundo perfecto. Pero la idea de
un mundo sin mal es tan contradictoria como la de un círculo cuadrado.
Lo que debemos hacer es dejar de llamar «mal», o «castigo divino», a lo que es simplemente una limitación natural
imposible de evitar.
Entonces, ¿Valía la pena que Dios creara este mundo?
Claro que sí. Para el creyente, si Dios lo ha creado así, es porque valía la
pena. Volvemos a que Dios es perfecto y no se equivoca. Si esa fue su voluntad,
así tiene que ser.
Fallas humanas, culpa divina
Por otra parte podríamos declarar una segunda fuente de la
cual proceden las desgracias que sufrimos: nuestro mal uso de la libertad.
Nosotros contaminamos el agua que bebemos, el aire que respiramos, los
alimentos que ingerimos, la tierra en la que vivimos, produciendo graves
trastornos a nuestro alrededor. Basta con leer un diario o ver las noticias.
Por el contrario, la mentalidad primitiva que aún
tenemos, propia del AT, nos lleva a responsabilizar a Dios de esos trastornos y
desgracias acaecidas. Y cuando alguien se enferma, o muere, o da a luz a un
niño discapacitado, surge una vez más la famosa frase: «¡Es voluntad de Dios!».
Hoy sabemos, por ejemplo, que unas 250.000 personas por
año mueren en el mundo a causa de enfermedades (como la malaria, el paludismo,
la fiebre tifoidea, el cólera) provocadas por la contaminación que el mismo
hombre realiza de las aguas. Y seguramente sus familiares pensarán: «Debemos aceptar la voluntad de Dios».
Numerosas mujeres culpan a Dios de su esterilidad y se preguntan: «¿Por qué Él me niega un hijo?», cuando
sabemos, por ejemplo, que muchos pesticidas químicos con los que se fumigan
frutas y verduras son tóxicos y afectan a la fertilidad, además de a la piel, a
la sangre y a las vías respiratorias.
Estudios médicos aseguran que el 75% de los casos de
cáncer registrados en el mundo podrían evitarse de manera sencilla. Sin
embargo, muchos morirán preguntándose: «¿Por
qué Dios me mandó esto?». Asimismo las estadísticas afirman que en
Argentina mueren al año unas 15.000 personas, y otras 120.000 resultan heridas
en accidentes de tránsito. ¿Las causas? El 69% por fallas del conductor; el 17%
por fallas de la ruta; el 8% por fallas del peatón; y el 6% por fallas del
vehículo. Pero el 100% de los accidentados, en el fondo de su corazón, seguramente
culpará a Dios por su infortunio.
La tierra produce un 10% más de alimentos de los que
necesita. Pero el egoísmo de los países ricos, la negligencia y los intereses
mezquinos de algunos gobiernos hacen que unos 500 millones de personas sufran
hambre. Y, por supuesto, no faltarán los que dirán: «¿Cómo es posible creer en
Dios cuando tanta gente muere de hambre?». Incluso las grandes inundaciones,
que aparentan ser fenómenos caprichosos e incontrolables, los mismos
terremotos, y hasta los huracanes y ciclones, que ocasionan pérdidas
millonarias y se cobran miles de víctimas humanas, se generan no pocas veces
por la irresponsable actitud del hombre hacia la naturaleza.
La ciencia y un mundo ideal
Entre los grandes logros de la humanidad figura el haber
eliminado la enfermedad de la viruela; y la poliomielitis prácticamente ha
desaparecido. ¿Cuántas otras dolencias podrían suprimirse si en vez de gastar dinero
en armas, bombas y guerras, lo empleáramos en investigar? Pero sigue siendo
Dios, en la idea de muchos cristianos, al que se lo acusa de las enfermedades y
muertes que vemos a diario.
Tal vez más de uno pensará: ¿Pero acaso Dios no nos creó
mortales? Por supuesto. Pero el «cuándo»
morimos lo fijamos nosotros y quienes nos rodean, con nuestro estilo de vida,
nuestras actitudes de amor o de odio, y nuestra responsabilidad o negligencia.
Dios, al crearnos libres, no parece haber fijado el día de nuestra muerte, como
piensan algunos. En la misma, intervienen una serie de factores en los que
entra la libertad humana. Dios solo acompaña y trabaja junto a los que luchan
por erradicar el mal, por implantar la justicia, por sembrar la paz y fomentar
la igualdad entre todos los hombres, de todas las razas y colores. Desafortunadamente,
al no haber entendido esto, muchas personas viven su vida resentidos con Dios,
lo acusan de sus desgracias, y hasta han llegado al extremo de eliminarlo de su
vida y a renegar de Él.
Entendamos todos, que Dios solo quiere el bien, ama el
bien y asiste a cuantos trabajan por el bien. Y nuestra tarea como cristianos,
como personas de fe, como creyentes en su Palabra, es la de colaborar con Él
para que cada vez haya más bien, más bondad a nuestro alrededor, y no reproches
acerca de la existencia del mal o las desgracias. Como aquel hombre que le
preguntaba a su amigo: «¿Tú le rezas a
Dios?». «Sí, todas las noches». «¿Y qué le pides?». «No le pido nada. Como sé
que él siempre está haciendo lo mejor por nosotros, solo le pregunto en qué
puedo ayudarlo». Seamos capaces nosotros también de comprender la infinita
misericordia y exorbitante amor que Dios tiene por nosotros sus hijos, para que
entre todos podamos no solo construir un mundo mejor sino ser más cercanos a Él
y orando con el corazón, podamos preguntarle también «¿En qué te puedo ayudar hoy, Señor?».